Al inmenso escritor irlandés John Banville le jugaron una mala pasada durante la última entrega del Nobel. Lo llamaron por teléfono para anunciarle que sería uno de los dos premiados. Nunca se aclaró si fue una broma o una equivocación por parte de los organizadores de la Academia Sueca. A Banville no le ha importado aclararlo. No le hace falta el premio para ser considerado uno de los más brillantes novelistas del mundo actualmente. Tampoco esta calificación le importa demasiado. “Un público que aplaude me parece inquietante”, ha dicho. A continuación, dos breves fragmentos de su diario personal:
“Es un trabajo peculiar éste de escribir. La jornada empieza con una serie de círculos, a medida que uno da vueltas en torno al hecho fundamental e inevitable de la página en blanco y la seguridad de que no hay una forma correcta de expresar una cosa; las combinaciones posibles de palabras en una frase son infinitas. Mi amigo Martin Amis dice que cada página de prosa es el resultado de un par de miles de errores. Yo creo que ése es un cálculo por lo bajo. Inténtalo de nuevo, recomienda Beckett. Vuelve a equivocarte. Vuelve a equivocarte mejor”.
“Lo que sí envidio es el fin de semana del oficinista. Debe de ser un lujo, dos días enteros de libertad. Para mí, el fin de semana es una tortura de hastío, frustración y el amargo esfuerzo de pasar por un ser humano. Cuando no está en su mesa, el escritor se siente vacío, siente que es una piel despellejada sin huesos; por lo menos, yo me siento así. Y, sin embargo, qué afortunados somos los escritorzuelos que nada de lo que nos sucede, por muy terrible que sea, carece de una utilidad redentora. Me imagino en la consulta del médico, recibiendo el peor pronóstico posible, con la boca reseca de terror y, al mismo tiempo, tomando nota de mis reacciones y almacenando todo para usarlo en el futuro aunque el futuro, para mí, se haya acortado cruelmente de pronto”.