Ismael Sambra forma parte de ese envidiable grupo de intelectuales —y no intelectuales— cubanos que ha padecido las mazmorras castristas y hoy no exhalan rencor; es decir, si acaso no han perdonado, tampoco han perdido la ternura o la capacidad amorosa para el semejante al permitir que el odio irracional, la aversión en fin contra sus verdugos, forme parte de su hacer y decir diario.
Tanto es así en el caso de Sambra, que en su poemario Hombre Familiar o Monólogo de las confesiones —publicado en 1999 editorial Betania , y ahora reeditado en dos libros, uno en inglés Family man y otro bilingüe español-francés Monologue des Confessions, por Alexandria Library y Libro Libre Ediciones, respectivamente—, indaga en lo más íntimo, lo más perentorio del entorno, digamos particular, del poeta, y que si bien enjuicia los golpes recibidos en este ámbito —valentía suma, indagar y exponer lo hallado, digo, en el ámbito de los amores más cercanos, o que deben serlo—, su denuncia viene más bien desde el dolor; o sea, en ningún caso tiene su origen en el rencor, la mala fe, la vendetta.
Es decir, entre otras consecuciones de este poemario, que explora, sobre todo, en la intimidad de ese “hombre familiar” —justamente del Ismael Sambra familiar, he ahí el arrojo, insisto—, cito la universalización de lo cotidiano; algo que realmente pocos poetas logran, aunque no pocos —echando a un lado sus limitaciones, puesto que no todo el mundo puede cantar o llorar del mismo modo, en la misma estrofa— lo intentan para finalmente ir a parar en el panfleto y en el mejor de los casos en ditirambos excesivamente melosos (valga la redundancia).
Para respaldar lo antes dicho, remito a la pieza titulada Poema pesimista:
“¿Cómo expresar sin repetirse en el rincón del cuarto?/ aquí no hay nuevos poros/ que es la misma piel que se resiste cuando la llama/ quema y se deja sentir/ más que el hueso”.
En la misma cuerda se haya esa especie de aleluya: “¡Qué gran Invento el parque!” Antológico, entre otras causas, por la ascensión desde la inmediatez hasta el vuelo poético más alto. Dice: “Las ciudades se representan por sus parques/ los parques por las ciudades/ así también podría titularse este poema/ el parque es el termómetro de la ciudad”. Este último verso es sentencia inapelable. Cartel que deberíamos encontrar en los pórticos de tantas ciudades. Labor del poeta esa de mostrarnos lo que estaba a nuestro alcance, lo que tal vez habíamos mirado, pero no habíamos visto.
Coincido con quienes afirman que la poesía es, en cuanto a las artes de la palabra, la que mejor expresa la revelación del hombre en su andar. O sea, el poema, más que otros géneros literarios —matices aparte— significa, si no toda la verdad, sí el sentir incontestable de un hombre, o un grupo de hombres, o una época —o todo esto.
Dicho lo anterior, remito a varios de los poemas de Hombre familiar o Monólogo de las confesiones (y esto de “confesiones” ensambla ciento por ciento con lo que he expresado en párrafos anteriores), que dan fe de la nueva noticia sobre un hecho viejo o acerca de una verdad oculta ante nuestros ojos, uno de los porqués principales de la poesía, el poeta. Quizá, entre otras, por esta causa “Hombre familiar…” nos espolea de principio a fin para saber ahora, cuando demos vuelta hacia la próxima página, qué viene, qué sorpresa, qué asombro nos depara.
Van los ejemplos anunciados:
En “Estoy vivo”, dice: “Se apodera de mí el canto de los vivos/ ese que encuentra su mundo después de conjugar galaxias/ pues te descubro dormida/ sobre las sábanas que blanquearon con tu llegada».
El poema está dedicado a Martica… y aquí nos enteramos de que ella ha sido capaz de, con su sola presencia, con su llegada, blanquear las sábanas. Cuánto hay dicho más allá de lo escrito en ese último verso. ¿Quién no ha tenido una Martica —amante, tía, hija, madre, novia— que alguna vez le ha blanqueado con su arribo las sábanas; entiéndase: el alma, el día, el pasado y el futuro con esa sola llegada?
Ismael Sambra se anuncia polémico, para de inmediato, al cerrar la estrofa en la que esto proclama, prevenirnos que su afán de “discutir y convencer” se aviene con esa gracia y sinceridad de la poesía (“gracia y sinceridad de la poesía”…, ¿aquí su “arte poético”?), mas, de modo primordial, se aviene, con esa “frase sabia de un niño” (¿o aquí “su arte poético”?).
Así, en la medida en que este poemario nos va pasando las testificaciones de su autor, igual vamos comprendiendo que eso que nos expresa, reitero, era aquello que se encuentra a nuestro lado, pero no lo habíamos visto. De este modo el poeta nos hace heredero de sus visiones, sus avisos, no solo para iluminarnos en la racionalidad digamos, sino asimismo para, algo mucho más esencial, iluminarnos allí donde tengamos embozados esos sentires que justamente sobresalen en Hombre familiar… , digo la piedad, la ternura, la justeza, la humildad o algo tan concurrente en este poemario y que, vale decirlo, cada vez escasea más en determinados grupos sociales: El sentido del otro, la compartición del beso y la parcela, la fruta y la sonrisa; el regocijo por el advenimiento de la aurora en el semejante.
Si bien no es posible afirmar que en Hombre familiar, monólogo de confesiones, el sujeto poético ofrece la otra mejilla, sí vale destacar esta máxima: “No soy solo el hombre/ (…) no soy solo el llanto sino además el llanto/ una manera indefinida de ser/ un poco nuevo”.
Asimismo, cito par de virtudes formales que en mi opinión obran en favor de las calidades de Hombre familiar: el ritmo —el ritmo— y un lenguaje que no se puede enmarcar del todo en la poesía conversacional, pero tampoco del todo en algún lirismo críptico. Un lenguaje fresco, poderoso, asequible, en función de la sencillez al investigar en lo más insondable del ser humano.
Así hoy, como 20 años atrás, la “gran familia” agradecemos a Ismael Sambra estas “prohibidas confesiones” que se mantienen entre lo más destacado de nuestra poesía.
Presentación del libro en el XI Festival Vista de Miami