Novela breve con un aire de castidad mental e inocencia que encanta, aunque haya frecuentes y fogosos encuentros sexuales. Paradoja, pues. Tal fue mi primera apreciación de Irene y Teresa, obra que conocí antes de su publicación. Es una de esas novelas que se leen como un suspiro: nada más comienza uno a leerla cuando ya la está terminando. El tema es el eterno e invariable de Félix Luis Viera: las mujeres. (Soy consciente de que estoy mintiendo por exageración: bien sé que FLV tiene otros temas que se asoman por lo menos en Un ciervo herido y otras novelas en las que las temáticas son menos íntimas, más colectivas, incluso cercanas a la denuncia, pero siempre con un innegable don narrativo y con un pícaro lenguaje cubano). Las mujeres son el tema por excelencia de Félix, un tema al que soy tan aficionado como al tema del amor. Con la diferencia de que Félix es o parece ser menos espiritual y por lo tanto más carnal —parece, solo parece—, aunque en no pocas ocasiones en medio de las batallas eróticas de las novelas de Félix, surja su filosofía sobre el amor (si es que en realidad exista algo que sea tal ¿sentimiento? ¿pasión? ¿enfermedad? ¿debilidad?)
Así comienza la parte dedicada a Irene:
Irene y yo trabajamos juntos hace tiempo. Es decir, en la misma oficina. Únicamente ella y yo en una de las varias oficinas de esta factoría de muebles. La tarde que cuento Irene exclamó retrepándose en su silla —su escritorio se halla frente por frente al mío—, mirándome: —Ay, qué calor hace—, y vi algo así como par de cintas candentes que me llegaron, raudas, desde sus ojos a los míos. Calor hacía; era verano en esta isla en la que aun cuando es invierno es verano. Aunque tal vez se sentía un poquito más esa tarde que en las anteriores recientes.
En ese primer fragmento encontramos uno de los leitmotivs recurrentes de la novela: miradas de mujeres que se clavan en los ojos del hombre que irremediablemente caerá en las redes de esa mujer-araña.
Y aquí tenemos un fragmento dedicado a Teresa:
Siempre he realizado el sexo bien como un deber o bien por necesidad; nunca por deseos. Teresa es muy agresiva en el acoplamiento. Ahora así ha sido; luego de besarnos hasta el ardor en los labios. Ella penetrada debajo de mí, de pronto, como otras veces, se ha escabullido y trepado con sus nalgas apoyadas en la base de mis muslos; mi pene hasta el fondo. La dejo hacer. Cuando ella toma esta postura, yo, con la cabeza en la almohada, doblada para tener mejor ángulo de visión, la contemplo hasta que eyaculo. Nada más que eso hago. Esta vez no. Estamos rígidos mi pene y yo. No eyaculo. Huelo a Irene. “Hueles a otra mujer, no a mí”, ha repetido Teresa después de su orgasmo tercero o cuarto, cuando aún mi miembro se mantenía rígido, pero ausente. Se sienta en la mecedora a un lado de la cama y solloza. Entonces repasé en la memoria y en efecto: no me había bañado. Había llegado a mi casa y luego de saludar a mis padres y a la señora que los cuida, comí con suma rapidez y salí. Di unas vueltas por el parque cercano, ya de noche, y luego hacia los muelles.
Resulta que este adicto a las mujeres tiene a más del problema de su adicción a las más bellas obras de la creación, un conflicto familiar: sus padres están muy viejos y nuestro protagonista debe buscar quien los cuide. Y esta circunstancia obliga a que para solucionar el problema nuestro hombre (¿en la Habana? No se sabe) se involucre con otra mujer, Irene, compañera suya de trabajo y esposa de un destacado político; a ella debe servir sexualmente, ya veremos por qué razón —¿se prostituye nuestro protagonista?; ya lo sabrá quien lea esta novela de solo 101 páginas.
El protagonista es un cubano, cubano prototípico, al que le apasiona involucrarse con mujeres sin medir consecuencias hasta llegar al punto sin retorno de despertarles el demonio del orgasmo y si es posible el multiorgasmo.
Vargas Vila, el primer best seller latinoamericano, para quien los temas de la mujer, el amor, el placer sexual, son primordiales, escribió: “Ama a la mujer solamente por su carne” y en el caso de Irene y Teresa, nuestro protagonista se mueve en esa delgadísima frontera que separa lo carnal de lo “otro”. Reprobable o no, eso carece de importancia en la literatura. Clemente de Alejandría dijo refiriéndose a la sexualidad: “No hay que avergonzarse de nombrar aquello que Dios no se avergonzó de crear”, y en verdad, en ocasiones los personajes masculinos de FLV persiguen precisamente suministrar placer para recibir a cambio placer… u otros géneros. Una actividad, vale decir, divertida y peligrosa, pues bien se sabe que quien toca a una mujer, a cualquier mujer, queda marcado.
Primer encuentro con Teresa:
Teresa paseaba por el Malecón una noche y yo le dije adiós. Adiós es un piropo. Me contestó “adiós” y caminé junto a ella. Hacía mucho calor. Comentamos. Me propuso ir a un sitio muy tranquilo pero muy oscuro “pero no te pases”, dijo. Los muelles. Allí acostumbraba ir con su exesposo en las noches. Él le reveló este lugar. Sentía muchos deseos de volver pero temía hacerlo sola. Y me inspiras confianza, dijo. Yo no traté de besarla en la oscuridad. Ni tocarla. Eran esos días en que hubiera ejercido el sexo por un deber de varón, no por necesidad. Ya en el Malecón aun en la noche había visto que sus ojos eran azules. Azul intenso. Y rutilante.
El protagonista es básicamente un ser incapaz de resistirse a la tentación; un cazador que tropieza con sus presas, éstas le dan una leve entrada y eso hace que el hombre caiga en el agujero negro que es cada mujer. Dice: “Las mujeres han abusado de mí; de mi bondad, de las largas que les doy; y así se regodean cuando yo decido entrarles a fondo”.
Con Irene el lío se complica: nuestro protagonista ha sido contratado por un esposo para que calme las ansias sexuales de su esposa. Ello con el sano propósito de que la mujer no se descarríe a buscar peligrosas aventuras sexuales.
Nuestro héroe es un tumbalocas: las mujeres sufren desmayos al verlo. Y esa es la perdición de ese hombre que siente que tiene el deber de satisfacer a todas las menesterosas que se le ofrezcan: hay demasiada oferta sexual para un varón de voluntad débil.
Así, como de pasada, cuando visita la oficina del egregio esposo de Irene, nos hace saber: “En mi primera visita, la secretaria dejó ir ese brinquito de ojos que se les viene a ciertas mujeres cuando la presencia de un varón les da un toque”.
Y sin embargo, nuestro héroe es una especie de ingenuo que necesita lecciones de erotismo. Aquí es donde aparece Julieta Trigo:
Quién sabe por qué tanto de lo más importante o necesario o hermoso o transcendente de una ciudad se encuentra en el sur. Allí en el sur está La Ciencia; que antes fuera un burdel y hoy sitio en el cual exprostitutas imparten clases, en cuanto al accionar sexual de hombre para mujer, a varones apocados o inexpertos o lo que fuere de este tenor. Mi maestra allí es Julieta Trigo; según viaja de boca a oído por un punto cardinal y otro de la ciudad, la más experta. Las ocho primeras clases son teóricas y las ocho siguientes combinan la teoría con la práctica para cada acápite. La tarifa es alta; cada clase de tres horas; el programa establece par de encuentros semanales; asisto de una a cuatro de la tarde.
Queda en esta apresurada nota planteado el conflicto: tres mujeres o más, todas como centros de gravedad de ese planeta enloquecido que es nuestro protagonista, que no sólo siente el deber de satisfacerlas sino que debe ocuparse de otros problemas menos carnales: trabajar en lo que pueda y ocuparse de sus padres ancianos.
Como ocurre con otras creaciones de FLV, Irene y Teresa se lee con mezcla de alegría, pena, emoción —sumado el llamado a nuestra reflexión— y nos ofrece una picaresca contemporánea muy particular que se deja leer o más bien obliga a leer con aliento contenido de principio a fin.
Se las propongo.
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