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Instituto Edison, historia y educación de Cuba

Este libro, extraordinariamente revelador -muy bien trenzado por el escritor Armando Añel y ya a la venta en Amazon: ( https://n9.cl/rzg4i )-, recoge por lo menos tres homenajes. Es un homenaje a los fundadores del Instituto Edison, y muy especialmente a su directora y principal impulsora, la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez. Es un homenaje a la enseñanza privada: esas excelentes escuelas en las que decenas de miles de estudiantes aprendieron y forjaron su carácter. Y es, también, un homenaje a la república cubana, que en medio de los sobresaltos y las convulsiones políticas dejaba espacio para que la energía y la iniciativa de los ciudadanos más creativos llegaran a buen puerto. Leerlo es muy provechoso para cualquier persona interesada en la historia de la educación en la Cuba republicana, pero también para el que desee conocer el impetuoso desarrollo empresarial de un país en el que la sociedad civil, en medio de los más graves contratiempos políticos, a base de tesón y sometiéndose a una dura ética de trabajo, conseguía remontar las dificultades y salir adelante.

En efecto, en 1931, cuando Cuba se deshacía en los estertores del machadato, la joven pedagoga Ana María Rodríguez tuvo la audaz idea de poner en marcha un nuevo colegio, pese a que no contaba con otro capital que su entusiasmo y la colaboración sin límites de la familia. Seguramente, si entonces la doctora Rodríguez hubiese consultado a un experto, éste habría tratado de disuadirla. En aquellos tiempos, golpeada la Isla por una brutal recesión planetaria, con el azúcar a dos centavos la libra, y hundida la nación en un clima político salvaje, no era el momento de inaugurar una escuela.

Pero casi tan mala idea como crear una institución educativa en el centro del avispero, era ponerle el nombre de Edison. Don Tomás, por supuesto, había sido un inventor genial y admirado, y nadie dudaba que se trató de un hombre dotado de unas virtudes tremendas, mas la Cuba de esa etapa crucial no parecía muy satisfecha con el vecino americano. El reclamo nacional, al menos de la clase dirigente, desde Machado hasta los comunistas, era que se pusiera fin a la Enmienda Platt. Por aquellos años todo lo que olía a “americano” se convertía en una inesperada fuente de provocación.

Afortunadamente, la joven educadora prefirió seguir su instinto y no lo que suele llamarse el sentido común convencional. Inauguró su escuela contra viento y marea, y poco a poco el plantel fue creciendo en número de estudiantes, en calidad y en diversas disciplinas hasta colocarse entre los mejores del país. No descuidó absolutamente nada: el terreno académico, el deportivo, el intenso dominio del inglés, la música, el aprendizaje práctico del comercio, la banca y las finanzas, la radio, las artes plásticas. Había, naturalmente, un método de enseñanza, y era el que preconizaba John Dewey: aprender haciendo, no memorizando. Simultáneamente, se fomentaba un tipo de disciplina fundada en la racionalidad y el respeto, y se valoraba el amor por el trabajo bien realizado. Eso aumentaba el orgullo de los estudiantes y su lealtad a la institución. Estudiar en el Edison imprimía carácter. Generaba lo que los franceses llaman espíritu de cuerpo: una cálida sensación de pertenencia y camaradería.

En 1959, cuando comenzó la revolución, el Instituto Edison era un gran colegio y una gran empresa. Tenía algo más de tres mil estudiantes, gozaba de un enorme prestigio académico, estaba dotado de instalaciones valoradas en tres millones de dólares, y rendía abundantes beneficios a sus dueños, quienes generosamente reinvertían esos recursos en la institución, dado que se trataba de una familia mucho más interesada en ser útil a la sociedad que en vivir de manera opulenta. ¿Qué mayor gloria personal podían obtener la Dra. Ana María Rodríguez y sus colaboradores inmediatos que la satisfacción de haber triunfado como educadores? ¿Qué mayor riqueza podían atesorar que el orgullo de haber servido sin descanso a los niños y jóvenes que les entregaban los ilusionados padres para formarlos y convertirlos en hombres y mujeres de bien, como entonces se decía?

A Goethe se le atribuye la observación de que uno pertenece a la sociedad en la que ha pasado su adolescencia. La aseveración probablemente es cierta, pero es posible precisarla aún más: uno pertenece al sitio en el que transcurrió la adolescencia, donde tuvo los primeros amigos y amigas juveniles, donde se enamoró por primera vez y donde sufrió los primeros desengaños afectivos. Esa es la escuela. Ahí, en la escuela, ocurre una suerte de imprinting que se convierte en parte esencial de la identidad.

La identidad, como las muñecas rusas, como las matriushkas, está formada de imágenes que se superponen y subsumen: la patria, la ciudad, el barrio, la escuela. Aquellos estudiantes eran cubanos, habaneros y del Instituto Edison. La escuela los marcaba e identificaba. La escuela del álgebra y de la gramática, de la historia y de la geografía, pero junto a esas disciplinas, la escuela del primer beso y de las primeras rebeldías, la de las competencias deportivas, la de estrenar las ilusiones y las frustraciones del adulto que ya asomaba su cabeza.

Por eso este libro, sin proponérselo, también está recorrido por la melancolía. Quienes participaron y dieron sus testimonios, quienes contaron la historia del Instituto Edison, estaban hablando de ellos mismos y de lo que un día desapareció cuando llegó el vendaval totalitario. La muñeca rusa, la matriushka, fue desarmándose. La patria, la ciudad, el barrio, la escuela, se desvanecieron en el destierro. Cada uno de ellos perdió lo que tenía como posesión familiar o personal, pero todos, además, perdieron el colegio en el que habían crecido. A todos les dolió en el alma que un día llegaran unos milicianos a robarse ese territorio emocional al que estaban fuertemente vinculados por unos lazos secretos e indestructibles forjados con recuerdos juveniles. Era como si injustamente les arrebataran un pedazo de sus vidas y lo tiraran a la basura.

Mi contacto con el Instituto Edison parte de mi entrañable amistad con Ariel y Henry Gutiérrez, dos de los hijos de la Dra. Ana María Rodríguez. Yo no estudié en esa escuela, pero para valorar lo que fue esa institución creo que me basta con haberlos conocido de cerca y haber sido testigo del carácter y la decencia que han sabido exhibir en las buenas y en las malas, en los momentos alegres y en los amargos. Acompañarlos en este empeño me ha llenado de orgullo. Conocer la historia del Instituto Edison me ha permitido, además, conocer una parte notablemente importante de la historia de Cuba.


 

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