Guía para restablecer el avance civilizador en Cuba

Le calculé unos nueve o diez años de edad. Vestía de color rosa. El semblante era tierno como el de todas las niñas. Pero, de improviso, aquel rostro angelical se convirtió en una máscara de odio. Sus manitas estaban destrozando ejemplares de la Declaración de los Derechos Humanos, al tiempo que levantaba los ojos para mirar, roñosa y desafiante, al pequeño grupo de Damas de Blanco y otros opositores pacíficos, asediados por turbas violentas al mando de la policía política. El hecho puntual ocurrió hace varios años (por más que otros similares han estado repitiéndose incesantemente durante décadas), pero a partir de entonces lo he llevado siempre muy vivo en la memoria, sin dejar de padecer el mismo retorcimiento de tripas que me produjo presenciarlo.

Hoy, sin embargo, he advertido una nueva impresión cuando lo recordé. El malestar y la vergüenza de otras veces me llegaron menguados, por dos causas: 1) la certidumbre de que al fin es posible soñar, por vez primera en sesenta años, con un futuro próximo en que los niños cubanos dejen de ser víctimas de un sistema de educación cavernario, que les imparte la ignorancia y la deformación espiritual y moral como estrategia para esclavizarlos; 2) la lectura de un libro que me ha devuelto el alma al cuerpo, pues, para mayor suerte, cayó en mis manos en días de un muy esperanzador estallido social en la Isla.

Instituto Edison: Escuela de vida, del escritor y periodista Armando Añel, es ese libro singularmente emotivo, no sólo porque refrenda el momento exacto y las circunstancias que condujeron a la debacle del sistema de educación en Cuba, pecado de lesa historia que terminaría devastando los cimientos espirituales y culturales de la nación; también, y sobre todo, porque representa una lección y un instrumento invaluable para revertir el caos.

Sorprende y regocija adentrarse en la memoria histórica de este instituto, fundado por una familia de maestros del barrio habanero de la Víbora, bajo la inspiración y rectoría de la ilustre educadora Ana María Rodríguez. Hace ya casi un siglo (abrió sus puertas en 1931) era un centro académico modélico, no sólo en el entorno nacional. Los valores humanísticos y científicos que regían sus programas de estudios le garantizaron muy pronto un estatus de vanguardia al nivel incluso de los países más desarrollados del orbe.    

Siempre me pareció penoso que instituciones del supuestamente culto primer mundo (ONU, UNESCO, UNICEF, entre otras hierbas), elogiasen y brindaran su respaldo al sistema de educación que nos fue impuesto a la fuerza por la revolución fidelista. Resulta difícil entender cómo se las han agenciado durante tanto tiempo para ignorar, o fingir que ignoran la oprobiosa manipulación política y el embrutecimiento que sufren nuestros niños desde que acuden por vez primera a la escuela, fruto de la irracionalidad convertida en doctrina de poder que intenta devolver a las personas a su arranque homínido, no sólo mediante obtusos programas académicos, sino en la imposición de una conducta uniforme que les obliga a pensar y a comportarse como robots de serie única.

Luego, para colmo, sucede que tan inhumana chapuza ha sido fácilmente aplaudida por la progresía internacional como una avanzada del mundo subdesarrollado –dicen- y como un patrón de panacea revolucionaria. Sin embargo, a lo largo de toda esta extensa etapa siempre estuvo entre nosotros, neutralizado por la censura y por el ignominioso y conveniente olvido, el ejemplo del Instituto Edison, auténticamente revolucionario, si aplicamos con justicia el significado del término. La evidencia está en sus métodos de educación experimental, impulsados de cerca por las teorías del célebre filósofo, psicólogo y pedagogo norteamericano John Dewey, pero cuyos pilares en general pueden ser localizados más atrás, en la propia Isla, entre grandes pensadores del siglo XIX, o aún mucho antes y más lejos, como en aquella lección de Galileo, para quien la mejor manera de educar a un ser humano es enseñándolo a descubrir lo que guarda en su interior. Son valores que en lugar de perder vigencia, han ganado solidez y actualidad con el paso del tiempo, no obstante la cruel ligereza de quienes propugnaron su postergación.

Al incentivar la iniciativa individual a contrapelo de la imitación autómata, al priorizar las aptitudes naturales del niño a la par y a veces hasta por delante del rígido academicismo reglamentario, al impartirles los conceptos de responsabilidad, libertad y honradez como materias perennes dentro y fuera del aula, los maestros del Instituto Edison no únicamente formaban personas capaces de ubicar los estándares de Cuba dentro del concierto de las naciones mejor establecidas en la modernidad en cuanto a materia educacional. También dejaban alumbrado el camino que algún día, casi un siglo más tarde, podría servirnos para abandonar, de una vez y por todas, el oscurantismo totalitarista.

Las coordenadas están descritas al detalle en este magnífico libro de Añel, a través de un lenguaje fluido y con interés creciente, donde el autor da cuenta de los treinta años de existencia activa del instituto, antes de que fuera clausurado por el régimen castrista. Una sustanciosa cantidad de documentos, recuerdos, anécdotas, reflexiones y testimonios de profesores y ex alumnos, incluidos algunos de sus fundadores, los miembros de la familia Rodríguez Gutiérrez, le suman, además, valor agregado como historiografía de imprescindible consulta. En fin, es imposible sintetizar en unas líneas todo el rico contenido de Instituto Edison: Escuela de vida. Así que quizás el modo más práctico de resumirlo sea recomendando su lectura, bajo la convicción de que puede resultar reveladora para cualquier cubano, en especial los que no hayan tenido la oportunidad de recibir educación en escuelas independientes. Para mí lo ha sido. No en balde lo considero desde ya una guía idónea para retomar la ruta civilizadora que perdimos en 1959.


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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.