Mijail Gorbachov murió a los 91 años. No está mal. La esperanza de vida de los rusos, para el 2019, justo antes de la pandemia, era ocho años menos que el promedio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Si usted decide ser coreano, país miembro de la institución, le aconsejo que nazca en el sur, rabiosamente capitalista, y no en el norte, gloriosamente socialista. Como promedio vivirá 12 años más (80.5 frente a 68.8) y tendrá más de tres centímetros de estatura (168.6 frente a 165.6). Pero quiero escribir sobre Gorbachov, “Gorby” para sus amigos, que no tenía demasiados en Rusia.
Visité Moscú tres o cuatro veces durante el último periodo de Gorbachov y la primera etapa de Boris Yeltsin. En esa época viajaba como vicepresidente de la Internacional Liberal -en el sentido que le daban al término en Europa- y como presidente de la Unión Liberal Cubana. No conocí a Gorbachov, aunque tuve amigos que sí trabaron cierta amistad con él. En cambio, sí conocí a Aleksander Yakovlev, la conciencia antitotalitaria del hombre que acaba de morir y la persona que más influyó en él. De manera que puedo asegurar que los cambios sucedidos en aquella torturada región del planeta fueron debidos al consejo de Yakovlev.
Yakovlev fue un héroe de la URSS. Perdió una pierna durante la Segunda Guerra mundial en la batalla de Leningrado, el mayor asedio de la historia (900 días). Apenas tenía 20 años. Nació en 1923 de padres semianalfabetos, aunque comunistas, en el pueblucho de Korolyovo. Se inscribió en el Partido Comunista a los 21 y ahí ascendió hasta convertirse en el jefe de Propaganda Nacional del Comité Central. Conoció el marxismo hasta el último detalle y comenzó a sospechar del Partido. El Partido conducía a la creación de estructuras parásitas que sólo servían para sostener a la dirigencia, y para darles vida a actitudes ridículas como el chauvinismo y el nacionalismo. Publicó un artículo en 1972 en Literatunaya Gazeta denunciándolas. Como Brezhnev, que era quien mandaba, se sintió aludido, lo sacó por la chimenea: lo mandó de embajador a Canadá. Ahí no haría “daño” a los comunistas “verdaderos”, que eran los de su ralea.
Sólo que Gorbachov en 1983 lo visitó en Canadá y se quedó deslumbrado. Se trataba de un abogado que era un técnico agrícola. ‘Era el teórico que necesitaba’, pensó Gorbachov, pero no se lo dijo en esa oportunidad. Fueron varios días de maratónicas conversaciones permitidas por la sempiterna rotura de Aeroflot.
Articulaba como nadie la defensa de la glasnost, la transparencia, porque ya se habían intentado todas las reformas económicas, con pocos resultados reales salvo los iniciales, debidos al ímpetu de salida (luego los agarraban el Partido, con sus adocenados incompetentes, y los sofocaban): la Nueva Política Económica (la NEP por sus siglas en inglés), en la era de Lenin hasta 1924, y Stalin hasta 1929. Las “tierras vírgenes” se habían puesto a producir en la década que había mandado Jruschov. Más de 300,000 kilómetros cuadrados (1954-1964). Había que suprimirles el terror a la discusión pública y a las consecuencias del debate popular. En Canadá las cosas funcionaban de otra forma. Era un territorio enorme y helado, similar a la URSS. Realmente, ¡la diferencia radicaba en la glasnost!
Eran dos comunistas idealistas. Ambos querían reformar el sistema sin destruirlo. Yuri Kariakin, un filósofo y pensador, el marido de Irina Zorina, una economista experta en Cuba, me había contado que existía un tipo de comunista, refractario a la violencia, entre los que se encontraban Mijaíl Gorbachov y, ciertamente, Aleksander Yakovlev. Querían convencer a sus adversarios, no vencerlos. La historia de Rusia estaba llena de hombres y mujeres encharcados en sangre que habían creado el mito de la incapacidad de los rusos para no ser obedientes a otra cosa que al palo y tentetieso.
¿Sería cierta la historia de Kariakin? La creo a pie juntillas. Todos los pueblos tienen un sexto sentido para la libertad. Es cuestión de tiempo. Hay un primer momento de ensoñación con el “hombre fuerte”, pero muy pronto se observan las ventajas de la democracia. La primera de ellas es la humilde posibilidad de la rectificación. La segunda, es la selección de un grupo con ideas diferentes. Ya he escrito que Gorbachov ha muerto sin el aprecio de la mayoría de los rusos. Lo aman en el extranjero. Al mismo tiempo, la sociedad rusa no está dispuesta a volver al colectivismo y al partido único.
Leo que Vladimir Putin no asistirá a los funerales de Gorbachov. Es un kagebista sin redención posible. Un “hombre fuerte”. Prefiere transmitir una imagen de tipo feroz capaz de no respetar los puntos de vista de sus adversarios y envenenarlos. Es todo lo que detestaban Gorbachov y Yakovlev. Como conocían la historia del país, prefirieron sacrificarse en una ceremonia democrática. A ellos sí la historia los absolverá.
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