Eran los años cuando “el futuro pertenecía por entero al socialismo” (abril de 1982) y yo estaba leyendo el libro de George Orwell, 1984.
Orwell vaticinó en su libro que a los habitantes de Oceanía, donde se desarrollaba la trama de su novela, les darían un café aguado al cual las autoridades totalitarias llamarían eufemísticamente “el café de la victoria.”
Un día de abril de ese año, en una de esas mañanas azules de La Habana, venía andando con mi libro semidestartalado debajo del brazo -se le caían las páginas-, el cual estaba disfrutando enormemente, camino a Infanta y San Rafael, donde una cafetería hacía esquina. Vendían café y pedí uno. Al probarlo, pregunté por qué sabía tan raro. Me explicaron que eran los primeros días en que ligaban el chícharo con el café.
Me dio tal ataque de risa que tuve que sentarme un rato a recuperar la respiración. No podía creer que Orwell, en su novela, hubiese vaticinado un evento como ese en una sociedad totalitaria como la cubana.
A partir de ahí, para mi círculo íntimo de amigos, el café aguado con chícharos fue el “café de la victoria”, en honor a George Orwell.