Desde el título de este libro, Policía, policía, ¿tú eres escritor? (Neo Club Ediciones, 2024), parafraseando una de las referencias más populares entre los cubanos en alusión directa al ente represor, seguida por una pregunta que resulta como un espejo donde se verán reflejados en diferentes niveles de (de)gradación muchísimos intelectuales con comillas o sin ellas, se pone a la narrativa cubana frente a una disyuntiva shakespeariana: el ser o no ser escritor a partir de la coherencia ética.
Es un privilegio haber formado parte de este valioso libro (iba a escribir valiente en primer lugar), que aunque resulta muy sustancioso desde la primera página tiene cimas en cuanto a profundidad intelectual: “Una bandera es hoy lo que en la prehistoria era una cueva. Un espacio para protegerse, en colectivo, del terror a enfrentar individualmente la libertad”. La perspectiva autoral no solo se fundamenta en el caudal de información sino en la manera que se descodifica para interpretarla desde un sentido de la justicia, en un intento audaz por redimir lo mejor de la especie humana. Otro momento o texto cimero —de los muchos que disfruté por su contundencia— es cuando se reflexiona sobre una verdad crucial que ha hecho irresoluble el problema de Cuba: constatar que la mayoría de los cubanos ha despreciado la libertad como valor superior, de ahí el chapotear inacabable en la miseria autoritaria. De ahí que, aun en el exilio, sigan al mismo perro solo que con un collar diferente.
Ya en el apéndice, este breve texto incendiario, evocador y poético, me emocionó: “Quemé el pasaporte cubano. Vi al indio Hatuey ardiendo y olí el plomo de los paredones en el humo ascendente. Entonces me felicité de ser el indio Añel, el fugitivo. Y bailé en torno a la hoguera”. En ese instante trascendente, se juntaron Añel el investigador, el poeta, el visionario y el eterno cimarrón. La verdad expresada con una belleza que conmueve. Ciertamente el fuego, acrecentado a medida que llegamos a las últimas páginas, funciona con las virtudes cardinales que posee; por un lado, la de quemar lo inservible, lo dañino; por otro, cuando purifica e ilumina en la oscuridad reconquistando —liberando— “los territorios” usurpados de la mente y de la historia cubana. El fuego es siempre material fundacional, iniciador.
También es muy importante la reflexión sobre el rol de progreso para Cuba que ha tenido los Estados Unidos históricamente y, a su vez, la actitud antiestadounidense que la arrogancia y otros males criollos han contrapuesto a él. Una dinámica que ha resultado inoperante a través del tiempo por esa enfermedad degenerativa socialmente llamada totalitarismo. Historiar las sombras enterradas por una gran estafa es como darle una secuela de bofetadas justicieras a las mentiras sostenidas por la fuerza que han hecho naufragar a un país entero y a su cultura.
Tres logros entre varios más que pude apreciar en el libro:
Uno, muy ilustrativo, el empleo de la foto del editor junto a los epítetos, en referencia al bullying como método o arma para intentar asesinar la reputación de escritores y opositores. Al exponerlo como un testimonio visual —y presentado con irónico sentido del humor— quedó ridiculizada la intención de descrédito. Siempre lo he expresado, la envidia crónica es una enfermedad mortal. Esos reservorios de frustraciones resultan el instrumento más a mano que sigue teniendo el régimen para perpetuar sus fechorías.
Otro acierto que dio un alto vuelo al libro fue la carta de Adrián Morales; cada línea resultó una estocada de magnificencia espiritual y de veracidad testimonial. Cuando expresó: “por la herida es por donde nos entra la luz. Pero uno elige en qué se concentra”. O cuando dice: “un sueño no es aquello que sientes y vives mientras duermes, sino aquello que sientes y vives pero en realidad no te deja dormir”. O: “Ama con heroísmo aunque sientas miedo”. Cuando encontramos en las palabras de otros la esencia nuestra, tales coincidencias y espíritus afines, resultan muy reconfortantes. El libro descubre a personas que a su vez nos ayudan a ver nuestra mejor versión o la que pudiéramos llegar a ser.
El otro acierto que no quiero dejar de mencionar es haber seleccionado para cerca del cierre las invaluables reflexiones de Manuel Gayol Mecías. Gayol, que ha hecho de la historia de Cuba no contada, o mal contada, una literatura que nos redescubre. Resultan muy contundentes sus aportes salidos de quien sabe lo que dice y obra con conocimiento de causa. No solo es más que merecido citarlo por su labor de investigador incansable; es todo un acierto editor para dar un cierre de oro, literariamente y como material de la investigación audaz, absolutamente veraz, que resulta ser este libro.