Fragmento del libro Los timbales de Dios, de José Hugo Fernández
Nunca evito recordar con una sonrisa que aquellos sociópatas que tan fácilmente le ganaron la partida a todos sus intimidantes émulos de la época estaban dirigidos por un guapo búcaro. He leído lo que se cuenta acerca del pasado de Fidel Castro como miembro de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), una de las pandillas más sanguinarias de los tiempos republicanos, encabezada por otro militar, no más faltara, Emilio Tro, comandante y director de la Policía Nacional. Entonces no tengo por qué dudar que en sus faenas de pistolero al servicio de UIR, Castro haya matado y apolismado a más de un contendiente. Sin embargo, continúo creyendo que su fuerte como sociópata no fue nunca entrarle de cuerpo presente a la refriega. Su ego estratosférico y sus humos de patriarca deben haberlo convertido desde muy temprano en un manipulador de guapos y un formador de sociópatas. La valentía de tiroteo y cóctel molotov debió dejarla mayormente para sus acólitos. Serían éstos los destinados a poner el muerto, mientras que Castro aportaba la sustancia gris. Un portentoso creador de espejismos. Eso sí. Nada que ver con los líderes auténticamente corajudos de la guerra de independencia. Ahora bien, la amalgama casi mágica que consiguió al combinar su guapería de histrión con las reales temeridades de guapos y sociópatas que le seguían encandilados por su carisma, constituye quizá el más singular hallazgo (y el más devastador) de nuestra historia política. Y también sintetiza el más sonado triunfo, la máxima consagración alcanzada por el falogocentrismo en nuestra tierra, pródiga tanto en sociópatas de menor y mayor envergadura como en guapos búcaros.
No tengo miedo de un ejército de leones guiado por una oveja. Tengo miedo de un ejército de ovejas guiado por un león. Dicen que así lo afirmaba Alejandro Magno, uno de los mayores, o el mayor entre los ídolos de Fidel Castro. Entonces no me cuesta suponer que se haya servido de su frase, con la correspondiente acomodación, para formar un ejército de leones dominadores de ovejas pero guiados por un zorro. Y es lógico que entre aquellos leones que le rodearon resulte muy fácil identificar todas las variedades de guapos sociópatas. Desde los más brutos y, por tanto, idóneos para obedecer sin analizar cualquier orden, por demencial que fuera, hasta los más degradados engendros de la sociopatía: odiadores, furiosos insaciables, indolentes ante el dolor ajeno, obcecados dueños de la verdad absoluta… Se ha dicho suficientemente que el Che Guevara, modelo por excelencia de este último ejemplar, no logró ninguno de los objetivos que se había trazado al abrir frentes guerrilleros en diversos países del mundo. Pero yo me pregunto: ¿Y si sus objetivos, en tanto sociópata crónico, no eran otros que introducir la violencia y el caos en esos países? ¿Y si además de responder a los retorcimientos de su mente anómala, lo que verdaderamente se propuso el Che no fue sino recuperar en otros ámbitos el protagonismo que Fidel Castro le había arrebatado sin mucha sutileza en Cuba, al convertirlo en instrumento de su megalomanía? No existen fines nobles para los sociópatas. Sus medios son los fines.