Decía Bob Hope, en tono profesoral, que en la vida todo había que comenzarlo por el principio. Hacía una breve pausa y seguía, risueño: “menos Playboy, que se comienza por el medio”. Y tenía razón: el centerfold de la revista solía traer una señora estupenda provocativamente desvestida. Era una publicación “para adultos”. Fidel Castro estaba entre sus lectores, pero lo más importante es que se dejó entrevistar varias veces por el magazine. Sabía, intuitivamente, que la manera más rápida de llegarle al ciudadano norteamericano era a bordo del papel couché de esa revista.
Abel Sierra Madero ha investigado el romance de Fidel Castro con Playboy y el de todas las revistas para adultos con Fidel Castro, con la revolución y con los cubanos y, especialmente, con las cubanas. El título de su libro es el que tomo prestado para este artículo. Resulta realmente increíble lo que ha encontrado y coleccionado. El libro está lleno de reproducciones de las primeras páginas de los magazines. No en balde Sierra es historiador, graduado en Cuba, y ha estudiado un doctorado en literatura en una buena universidad de New York.
En el epílogo, Sierra Madero cuenta su historia y la de su familia. Eran de origen muy humilde. Su abuela era lavandera y su abuelo cortaba caña. Creyeron en la revolución y se beneficiaron de ella. Escalaron socialmente. Su madre estudió ruso en la URSS. Pero Abel nació en 1976. Era de un par de generaciones posteriores al fenómeno revolucionario. Sus abuelos vivieron y murieron deslumbrados por Castro. Para Abel, cuando llegó la edad de efectuar juicios políticos, especialmente tras el desmoronamiento de la Unión Soviética y el fin del comunismo europeo, el Comandante era el ComaAndante. Un tipo latoso, indiferente a la realidad, que hablaba incesantemente cosas sin sentido. No veía la historia a través de los mitos. Cuando pudo, escapó de Cuba.
El libro que Abel ha escrito es sorprendente. Nada supe de las fantasías sexuales de esas publicaciones con mis compatriotas, incluidas las fantasías sadomasoquistas, entreveradas con historias reales muy conocidas, como la de Marita Lorenz, la alemanita de 18 años a la que Fidel, supuestamente, violó, embarazó y luego obligó a abortar contra su voluntad.
¿Qué hay de cierto sobre la hipersexualidad de Fidel Castro? Creo que no es verdad. Me parece que tiene razón Juan Reinaldo Sánchez, el jefe de los escoltas del Comandante (La vida oculta de Fidel Castro), citado por Sierra, cuando lo presentó como un tipo normalillo, incluso tímido, aunque poseía decenas de casas espectaculares, regadas por toda la Isla, en las que recibía a sus esporádicas amantes, mientras mantenía a su santa esposa, Dalia Soto del Valle, lejos del radar de los cubanos, quienes conocieron de su existencia tras llevar 25 años de casados y tener cuatro hijos en común.
La atmósfera de sensualidad de la Isla acaso comenzó con la primera campaña publicitaria en la que se mezclaron el producto que se quería vender (los tabacos) y el sexo. En el siglo XIX se contaba que unas tabaqueras voluptuosas torcían los puros sobre sus muslos sudorosos en medio del clima ardiente de Cuba. Aunque no fuera cierto, los muy puritanos estadounidenses se quemaban de deseos y adquirían los tabacos para cerrar los ojos y soñar mientras fumaban, hasta que Bill Clinton mezcló la realidad con la fantasía y utilizó un puro como un extraordinario juguete sexual. (Nunca un habano fue más famoso).
Pese a esas revistas de dimes y diretes no creo que la sociedad cubana fuera especialmente sensual. Lo he escrito otras veces: Cuba, antes de la revolución, era una sociedad formada en la pacata tradición hispano-católica en la que copular –como dicen los vascos- “era más un milagro que un pecado”.
Había, por supuesto, prostíbulos, pero esa costumbre, también española, italiana y francesa, estaba relacionada con la santidad de las mujeres honorables. Como también había unos discretos gángsters que explotaban los ocho casinos de juego que existían en La Habana y compartían sus “beneficios” con el corrupto Fulgencio Batista
Incluso, cuando las revistas estadounidenses de la entrepierna dibujaban a una Cuba lujuriosa, la policía política cubana había inventado un delito, la dolcevita, por el que castigaba a los “revolucionarios” que realizaban “fiestas de perchero” (para colgar las ropas cuando se desnudaban).
Más aún: en los primeros años de la revolución a estos idiotas les dio por cerrar las “posadas” o moteles furtivos en los que la parejas se daban cita. Un buen amigo, que había conquistado a una señora casada con un hombre feroz, se disponía a hacer el amor en una de esas posadas, cuando escuchó a un dirigente revolucionario que gritaba desde un megáfono en las afueras del motel: “compañero, la revolución no puede tolerar estas inmoralidades. Salgan inmediatamente de las habitaciones y váyanse. No serán detenidos”.
Como mi amigo le temía al marido de la dama en cuestión, hizo una memorable canallada. Le dijo que no quería exponerse y que ambos saldrían solos. Ella lo miró con desprecio, se vistió y se marchó para siempre. Él espero unos minutos y se aventuró a salir. Lo esperaban numerosos vecinos con ánimo de divertirse. Le gritaron mil cosas, pero la palabra que más le hirió fue la que corearon incesantemente: “paje .., paje .., paje .. .
Mi amigo nunca más pudo contactar a la señora casada. Creo que se suscribió a Playboy. Ahí debió leer las entrevistas que le hicieron a Fidel Castro.