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Feministas y antirracistas cubanos deshaciendo entuertos

Ernesto Santana, José Hugo Fernández y Luis Felipe Rojas en el XI Festival Vista de Miami.
Ponencia ganadora del foro ‘Racialidad, género, cultura y diversidad’

Suenan esperanzadores algunos nombres y enunciados que se escuchan en estos días, procedentes de Cuba: Red de Mujeres por la Igualdad del CIR, Ley Integral contra la violencia de Género, Alianza Cubana por la Inclusión, Red Femenina de Cuba, #UnidasPorNuestrosDerechos… Se trata de organizaciones, proyectos, campañas que convergen en tiempo y espacio al parecer destinados a la confirmación de aquella máxima según la cual lo imposible se hace posible cuando confías en tus propias fuerzas. La renovada avalancha de reivindicaciones y reclamos de plena justicia para los derechos de la mujer que hoy recorre el planeta, ha irrumpido al fin en nuestra isla, amenazando con echar por tierra el falso velo impuesto sobre el tema por la dictadura fidelista durante décadas en las que toda realidad histórica fue distorsionada bajo el subterfugio de garantías legales para tales derechos.

Precisamente el desmontaje de ese viejo mito fidelista tendría que ser el primer objetivo de activistas y líderes sociales empeñadas en desarrollar una auténtica lucha por los derechos de la mujer. Es paradójico que en un país donde las más escandalosas y repulsivas manifestaciones de violencia de género las comete el aparato policial del régimen, a diario y ante los ojos de la opinión pública (golpeando, arrastrando, encarcelando impunemente a mujeres indefensas sólo por acallar lo que piensan) exista aún la necesidad de convencer a muchas personas -mujeres incluidas- de que se les ha estado engañando cínicamente al hacerles creer, a lo largo de toda una vida, que el sistema respeta sus derechos y que la violencia patriarcal es un rezago burgués, ajeno a los principios del fidelismo.

Es el mismo cuadro que apreciamos con respecto a la lucha contra la discriminación racial. Luego, para mal de males, ocurre que en ambos casos el régimen se las ha agenciado para hacer uso de un dispositivo propagandístico sustentado no ya solamente por sus cada vez menos creíbles medios de divulgación, sino por historiadores, artistas, intelectuales y estudiosos de diferentes disciplinas, analistas, formadores de opinión, los cuales, sea por ingenuidad, por alicientes de carácter material o por ruin connivencia, se dedican a calzar las mentiras oficiales con argumentos más y menos desatinados pero que no desaprovechan fisuras para continuar tapando el sol con un dedo. Son feministas y antirracistas cuyo accionar discurre formalmente al margen de la oficialidad, pero que en la concreta sirven a los intereses del régimen, algunos incluso convertidos en vehículos de exportación ideológica, conscientemente o no, y aun disfrazando su complicidad con presuntas buenas intenciones.   

Lo cierto es que en las actuales circunstancias de Cuba, resulta una obviedad (aunque no todos lo vean así) que ya no es posible luchar responsablemente por las consecución de los derechos plenos de la mujer y contra los cada vez más bochornosos rezagos de discriminación racial, si antes –o al menos al mismo tiempo- no se lucha también por el desmontaje sin trampas de la dictadura castrista. 

Vistas así las cosas, tal vez sería mucho más fácil plantearse prudentes distinciones entre unos y otros antirracistas y entre unas y otras feministas, lo cual, por supuesto, no tiene por qué impedir que ambas partes convivan armónicamente, ni que exista la posibilidad de que intercambien objetivos a partir de aquellas ideas en las que coinciden, y, claro, en el caso de que la dictadura lo permita.

Pero siempre desde la convicción de que no hay otra alternativa que desmantelar el sistema. Sencillamente no es atinado aspirar al pleno respeto de los derechos humanos en una dictadura totalitarista como la cubana. No obstante, se trata de un poder que ha sabido moldear muy bien sus fraudes y que ha dispuesto de más de medio siglo de dominio absoluto para manipular a su antojo la realidad. No en balde los activistas sociales se encuentran ante el difícil reto de empezar por la demolición de ese bien entramado corpus de falsificaciones o medias verdades o tópicos adoctrinadores que con el paso de los años ha sido incorporado orgánicamente a la idiosincrasia común. 

Y ya que de tales falsificaciones hablamos, relacionadas con las desigualdades de género y con la discriminación racial, la oportunidad no puede ser más apropiada para esbozar un tema cuyas características particulares, íntimas diría, no se mencionan con frecuencia, a pesar de que se encuentra en la misma base de los problemas que preocupan a los activistas del feminismo y el antirracismo. Me refiero al machismo y a la violencia de género entre los cubanos descendientes de esclavos.

En este caso, como en tantos otros, resultaría indispensable comenzar por el mentís de un tópico, aquel según el cual los negros cubanos sobresalen entre los más contumaces machistas del país. Es un criterio en cuya base gravita también el racismo. Al menos cuando se enuncia así, en términos absolutos y con carácter generalizador. Diferente sería afirmar que nuestras mujeres negras sufren más que las blancas los rigores del machismo, debido a una combinación de agravantes realmente ignominiosa. A ellas el machismo les acecha por varios flancos a la vez: Primero, han debido padecer, como todas las demás, las gravitaciones de una cultura patriarcal que en Cuba, por su herencia histórica y por las características de su desarrollo económico-social, fueron y son tan avasalladoras como difíciles de solventar cabalmente. Segundo, a diferencia de sus compatriotas blancas, padecen las secuelas del legado —diabólico y salvaje— con que la esclavitud recrudeció esa cultura patriarcal de origen. Tercero, debieron y deben enfrentar la dolorosa condición de víctimas de otras víctimas, sus hombres, condenados a vivir debatiéndose entre las circunstancias del estatus propio como discriminados, por ser negros, y los efectos paradójicos que les conducen a ser, a la vez, discriminadores con sus mujeres. Son hechos que han permanecido siempre ahí delante, a un palmo de nuestras narices, pero sobre los cuales –como ya dije- se habla poco, o menos de lo necesario. Debe ser, entre otras razones, porque el análisis del machismo entre los negros cubanos de la actualidad adolece del mismo vacío historiográfico que el tema del racismo en general.

Estamos ante un asunto que verdaderamente pide a gritos la atención de historiadores y entendidos en otras disciplinas complementarias, algunos de los cuales, por fortuna, han comenzado ya a enfocarlo con la debida consecuencia, es decir, desmarcándose de los esquemas, los dogmas y las ingenuas rigideces de carácter ideológico que vinieron mediatizando su labor durante seis largas décadas.

La subjetiva creencia, los prejuicios, los tópicos tergiversadores y cada vez más extendidos que endilgan a los negros el descrédito de ser no únicamente los mayores machistas entre los cubanos, sino también los más abusadores con las mujeres, configuran uno de esos bulos racistas que a fuerza de ser propagados sin réplica consiguieron posesionarse incluso del modo de pensar de muchos negros.

La verdad es que las clases hegemónicas (de blancos, claro) no son las únicas culpables del machismo entre los negros de la Isla pero son culpables de sus peores desenfrenos y de sus gravámenes en perpetuidad. Por no hablar de la culpa que les toca por el engendramiento de este prejuicio contra el negro, sin pruebas que lo sustenten ni datos científicos que lo respalden medianamente.  

Ni las leyendas bíblicas ni el modo de pensar de los antiguos griegos, bases indiscutibles de la cultura occidental, se originaron en África. Y tanto en unas como en la otra campea el machismo con su prepotencia secular. Es un lugar común recordarlo, pero viene al caso porque quienes presentan hoy al negro como súmmum de nuestro machismo suelen incurrir en el desliz de achacar la causa a sus ancestros africanos. No fue sino durante uno de los acontecimientos sociales, políticos y económicos más citados en la historia de Occidente, la Revolución Francesa, cuando las feministas, sólo por serlo, eran conducidas al cadalso bajo la imputación de transgresoras de las leyes de la naturaleza. Y no es que en algunas regiones de África no haya acunado el androcentrismo, como en tantísimos otros sitios del planeta (aunque tal vez no tan generalizadamente), pero soslayar la sobrecarga decisiva de la herencia europea en nuestros rezagos machistas, incluso en sus peores manifestaciones, denota una visión muy sesgada o muy mezquina y malévola.

Valdría entonces preguntarse: ¿por qué la historiografía oficial de Cuba ha dejado prosperar indolentemente esas inculpaciones, al tiempo que se deslengua insistiendo en el carácter antirracista del régimen? ¿Será que los formadores de opinión y los garantes de la unilateralidad de pensamiento entre nuestras masas no conocen un infundio tan propagado? Escandaloso sería aceptar que, conociéndolo, no hayan sido capaces de ubicar sus condicionantes racistas. Y de ser así, ¿cómo se explica que los antirracistas afines al régimen no hayan demostrado su interés por deshacer la trola?

La única respuesta congruente es que este tema, al igual que otros muchos, ha permanecido en el limbo de lo intocable, porque tratarlo implica contrariar la corriente oficial que se resiste (o se resistió durante varias décadas) a hurgar públicamente en las diferencias históricas y socio-económicas que aún hoy gravitan entre blancos y negros de la Isla.  Si todos los asuntos se abordan oficialmente desde la perspectiva de lo cubano, sin entrar en especificidades en cuanto a la composición social de nuestro pueblo (lo que no tendría por qué distanciarnos, en absoluto, sino al contrario, pero cuyo aireamiento nunca fue beneficioso para el régimen), puede entenderse por qué no ha sido suficientemente debatida esa falsedad de que los negros de aquí representan el colmo del machismo.

Hasta algunas feministas cubanas frecuentemente olvidan o pasan por alto el imperativo de incluir entre sus observaciones (con énfasis bien diferenciado, que es como debe hacerse) que las mujeres negras acusan desventajas aun dentro de las propias filas del feminismo, toda vez que, encima de las dificultades citadas anteriormente, deben soportar otra que les afecta a ellas, muy en especial, y a los hombres de su grupo socioracial: el enrarecimiento de las causas del drama, al ser proyectado desde una perspectiva racista que, además de oscurecer y entorpecer el análisis, complica las soluciones.

Tal vez se puedan contar por cientos de miles los cubanos que hoy piensan que los negros son los campeones del machismo en la Isla. Sobre todo hay tres aspectos que, según ellos, tipifican el comportamiento digamos aberrante de los machistas descendientes de esclavos: 1) no son buenos maridos, por su tendencia (dicen que innata) a la promiscuidad sexual y por su abierto desapego a la estabilidad del matrimonio; 2) no son buenos padres, por los mismos motivos; 3) acostumbran ser groseros y violentos en el trato con sus parejas, a las cuales faltan el respeto e incluso golpean públicamente.

Por supuesto que tales inculpaciones no están respaldadas por datos estadísticos o por ningún otro resultado de estudios sociológicos. En el mejor de los casos forman parte del imaginario popular. Lo rotundamente cierto y comprobable a simple tiro de vista (por más que tampoco abunden los exámenes especializados al respecto) es que esas miserias de leso machismo que suelen ser acreditadas a los negros están presentes hoy entre los hombres de Cuba, en general, y sobreviven y se propagan en medio de conceptualizaciones retóricas que no han conseguido sino agudizar el conflicto de la discriminación, queriendo ocultarlo bajo una capa de ingenua o falsa y escurridiza idealización.

Lo que sí es comprobable (y aun corrientemente aceptado por todo el que frecuenta a profundis sus sitios y modos de vida) es que entre los negros cubanos constituyen reglas de tradición el apego familiar y la solidaridad socio-racial, a pesar de la creciente pobreza y la drástica crisis de valores que ha venido sufriendo nuestra sociedad en los últimos decenios. No obstante, tampoco sería ocioso recordar que algunos de los agravantes que ahora les achacan quienes especulan en torno a su mala fama como machistas, alinean entre las peores prácticas que la esclavitud impuso a sus antepasados.

Se conoce (porque en esto sí han abundado los historiadores) que el matrimonio como institución de base familiar no estaba al alcance de los esclavos traídos desde África a Cuba, a los cuales tampoco les era posible tener hijos legitimados por la ley. Y mucho mejor todavía es conocido el tratamiento que recibían las mujeres negras, en tanto simples objetos de uso y de placer, sin que mediasen normas de respeto o de consideración ni el menor miramiento por parte de los varones, quienes se limitaban a obtener lo que deseaban de ellas sin compromisos y regularmente a través de la fuerza bruta.

Justamente al referirse a la lucha liberadora que debieron desarrollar estas mujeres, ya en pleno siglo XX, la historiadora cubana María del Carmen Barcia ha puntualizado: “Doblemente desestimadas, las mujeres negras y mestizas arrastraban un pasado de uniones consensuales, hijos ilegítimos, y marginación social y cultural, que estaban decididas a redimir a toda costa. A la discriminación racial, de fuerte raíz esclavista, que se manifestaba en tratamientos diferentes a partir del color de la piel, se sumaba, en el caso de las mujeres, la relativa al sexo. La mulata cubana —el término, según algunos contemporáneos, tenía un origen peyorativo, al derivarse del carácter híbrido de la mula, hija del asno y la yegua—, era producto del cruce entre el hombre blanco y la mujer negra. Esta se inclinaba a la estirpe paterna, y tendía a blanquear en las sucesivas generaciones”(1).

De manera que además de ser un signo de ignorancia histórica y de hipócrita pillería, esa recriminación que actualmente recae sobre los negros como los peores machistas de nuestra sociedad (debido, dicen, a la herencia de sus predecesores africanos) representa una injusticia que no encuentra apoyo más que en las rémoras del prejuicio racial que todavía condiciona nuestros pensamientos. Y otro tanto podría añadirse sobre el Sambenito de machistas violentos con que son tachados.

Por lo demás, no deja de ser ridículo que dentro de una población generalmente machista alguien se tome la facultad de establecer diferencias, a ojo de buen cubero, entre quienes lo son en mayor o menor proporción que otros. Tan ridículo como suponer que la existencia de algunas leyes que se han dictado en Cuba en las últimas décadas para enaltecer teóricamente a la mujer y rechazar sólo con letra muerta las manifestaciones de discriminación racial, han bastado para transformar la realidad histórica.

Se cuenta que a resultas de la revolución industrial en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XVIII, las mujeres consiguieron finalmente imponer su derecho a traspasar las cuatro paredes del hogar para ir demostrando su talento y su empuje como trabajadoras en la industria y otras áreas públicas. Sin embargo, aquello que en principio les pareció (porque de hecho lo era) una gran conquista en materia de independencia y de autorrealización, muy pronto se volvería contra ellas, tan pronto como se vieron obligadas a trabajar más de 12 horas en la calle, por un salario muy inferior al de los hombres y sin poder aliviarse la carga de las tareas que desarrollaban antes en la casa.

Por algún ángulo esta historia nos retrotrae a lo sucedido en Cuba en los últimos tiempos. Es incuestionable (al menos en el orden cuantitativo) el grueso número de regulaciones, disposiciones y leyes dictadas por el régimen, dicen que para garantizar el respeto a los derechos de las mujeres. Pero en la práctica no se ha notado nunca una correspondencia medianamente justa entre el supuesto objetivo y sus frutos. Luego de sesenta años, las cubanas continúan siendo víctimas de la función, la presión, la objeción y la opresión patriarcal, tanto en el plano íntimo y doméstico como en la esfera pública. Es un tema sobre el que no hará falta detenernos porque afortunadamente ya está siendo abordado con cierta abundancia por los especialistas, sobre todo por aquellos que trabajan al margen de las estructuras estatales. Y hasta por algunos oficialistas, aun cuando su examen se vea lastrado con demasiada frecuencia por las mismas rigideces de naturaleza ideológica que mencionamos. Por ejemplo, si todavía hoy es fácilmente visible la discriminación de género, a contrapelo de la ley y aún por encima del discurso y las pretendidas políticas oficiales, no se debe únicamente (como suelen afirmar los estudiosos de la oficialidad) a que las claves de nuestro pasado androcentrista lograron imponer su fuerza, por sí solas, sobre las estructuras judiciales y los proyectos sociales con perfiles opuestos a la discriminación de la mujer. También pesa el hecho de que sobre la objetividad de esas estructuras sociales ha imperado la subjetividad de las estructuras mentales, empezando por las de las propios dirigentes que dictaron los tales proyectos y por los especialistas que los diseñaron, quienes estaban obligados a sistematizar su materialización desde la esencia.

De cualquier forma, el principal motivo de nuestra atención ahora es el daño que han estado ocasionando los sedimentos de la herencia racista dentro de este fenómeno. Al igual que los prejuicios de género, los raciales han sido reprobados pública y oficialmente en Cuba durante los últimos tiempos. También este rechazo recibió el respaldo de leyes, disposiciones y discursos, pero, como en el otro caso, la subjetividad de las estructuras mentales minó los pilotes de las estructuras sociales. Y las consecuencias (como se ha visto) pesan de modo abrumador sobre las mujeres negras, víctimas de un drama en cuyo extremo más doloroso radica el contrasentido de verse discriminadas por los hombres de su grupo socioracial, sujetos a la vez a discriminación por el color de su piel y por su estatus socioeconómico. Si aquello que más identifica a los seres humanos es, al mismo tiempo, causa de sus alejamientos y de sus mutuas renuencias, entonces no hay duda de que el problema amenaza con ganar la partida, abriendo brechas en la identidad y en la integridad psicológica para convertir los asuntos del alma en sus rehenes. Así que requiere un contraataque a fondo y sin demora.

Desde luego que, como siempre sucede, los sufrientes directos de la tragedia son los que menos preparados están para enfrentarla. Así que la responsabilidad cae enteramente sobre las espaldas de activistas del feminismo y el antirracismo. Por ello es tan sustancial y decisivo que tales activistas vean con claridad el escabroso camino que tienen por delante. El principio es la mitad del todo, nos advierte un sabio desde hace milenios. Y el principio concreto de los objetivos de feministas y antirracistas se afinca hoy, sin la menor duda, en el fin de la dictadura castrista. Enfocar la lucha pasando por alto esta evidencia constituye pecado de lesa ingenuidad. Y ya se sabe que en estos asuntos, como en casi todos los demás, los ingenuos suelen perder la carrera desde el mismo arranque.  

(1) Barcia, María del Carmen: “Mujeres al margen de la historia”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, año 2009.

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.
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