Pocas experiencias resultan tan cruciales para un devorador de lecturas como la de acercarse por vez primera a las páginas de un gran poeta. Creo que fue Wallace Stevens (quien poseía la rara virtud de hallar respuestas para todo en estos menesteres) el que habló sobre el paso de un faisán entre espesos matorrales, que, aun cuando apenas permite ser visto, nos atrapa en una suerte de rapto sublime, un atisbo de inexplicable extrañeza.
Es más o menos lo que acaba de ocurrirme. Sólo que en lugar de un faisán, yo he visto dos.
Luego, para que la impresión fuese plena, se trata de dos grandes poetas que son hermanos, nacidos en Cuba y que además (colmo de la excepción) han adoptado la modestia y el retraimiento como filosofía de vida dentro de un panorama como el de la literatura cubana, donde abundan los fatuos que después de haber emborronado tres o cuatro cuartillas, están dispuestos a perder el sello a cambio de su momento de gloria en las redes sociales o de ganar algún que otro amañado concurso o de aparecer en esas antologías que se dedican a vender al por mayor poetas y narradores que a nadie interesan.
Abel y Andrés Díaz Castro pertenecen al exiguo linaje de los poetas poetas, los únicos que, según Bolaño, son insobornables. Los dos asumen el verso como una especie de religión personalísima, a cuyos dioses, el rigor conceptual y la iluminación de la mente y el espíritu, han ofrendado largos años de trabajo, “sin timón y en el delirio”, los mejores años de su existencia tal vez. Son escasas sus publicaciones. Abel ha publicado un poco más. De Andrés se conocía hasta ahora solo un poemario. En cualquier caso, las editoriales parecen no haber reparado en ninguno de los dos durante el último decenio. También es posible que a ellos no les preocupara demasiado mantenerse al margen.
Constituye entonces un doble acierto de la Editorial Dos Islas la reciente publicación de los libros Soñar como es debido con una flor azul y En el segundo cero, de Abel y Andrés Díaz Castro, respectivamente. Algunos días antes la Editorial Primigenios había publicado otro libro de Abel, El silencio que dicen. También en fechas cercanas, ambos poetas fueron invitados a promocionar sus creaciones mediante el canal Sentado en el Aire, que dirige Juan Carlos Recio. Tales medios, al igual que Neo Club Ediciones y la editorial Puente a la Vista, entre otros de Miami en especial y del exilio cubano en general, continúan salvando la honra al disipar el humo que oculta a los buenos creadores que la dictadura fidelista condenó a sobrevivir desperdigados por las cuatro esquinas del horizonte.
En cuanto a Soñar como es debido… y En el segundo cero, son dos libros exquisitos, aunque muy diferentes entre sí, al menos en apariencia (quizá sobre todo en apariencia), resultado de dos estilos y algunos recursos técnicos que formalmente les sitúan casi en las antípodas. Sin embargo, por encima de tales disimilitudes, o de cualquier otra visible a tiro de ojo, uno siente que en ambos casos cada imagen o metáfora o sinestesia obedecen a una misma vocación creadora que es imperativo interior para abrir cauce a viejas y nuevas tristezas, soledades, desesperanzas, y, en fin, a un idéntico destino sombrío. Que ellos asuman ese destino desde perspectivas (y personalidades) desiguales, no me parece suficiente para que la sustancia poética de sus obras sea distinta.
En Soñar como es debido…, Abel, de temperamento más activo y tal vez con mayor experiencia libresca que su hermano, se suma al desengaño por la imposibilidad de hallar la flor azul de Novalis, representación del romanticismo poético, aunque, como no podía ser menos, lo hace a través del prisma agriamente afligido y aun trágico de Walter Benjamin. “Ya no puede soñarse como es debido con una flor azul”, leemos en el epígrafe de este libro, que en esencia, y a la particular manera del autor, interpela significaciones concordantes con las del célebre poeta romántico alemán, artífice de aquel drama novelado cuyo protagonista vagaba buscando con obsesión la misteriosa flor azul, símbolo de sus utopías y sueños imposibles en torno a los misterios del universo.
“¿Es el viaje lo que es, o solo la desesperación/con que se miran las vías muertas en las estaciones donde nadie aguarda?” Soñando con los pies en la tierra y la mirada en el infinito, como corresponde a un auténtico poeta, Abel convierte en versos espléndidos las limitaciones (que son a la vez las de su tiempo y las de su historia personal) para soñar como es debido. Su poesía de fuerte acento coloquial, entre exteriorista e intimista, siempre con un trasfondo de aguda acritud filosófica, deambula por los simples objetos del entorno con la misma acuidad con que penetra en los resquicios de su yo interior reconociendo: “sombras que poseen la ausencia como se posee una camisa…”.
Distingue además entre los versos de Soñar como es debido… una muy eficaz inclinación hacia lo narrativo o descriptivo: “Despierto a media mañana y todo está en coma. Me arrastro e intento recoger mis pedazos, pero me faltan las manos; tardo en dar con ellas…”. Tal inclinación parece ser conducto idóneo para que Abel se adentre en una de las zonas que más me atraen de su poesía, la de lo implícito, lo aludido mucho más que expresado, un ámbito en el que suele hervir siempre la amargura y a veces también la roña, por más que en modo alguno resten ni pizca del encanto poético. Tampoco restan, sino suman, las niveladoras floraciones del sarcasmo: “En el espejo asoma un ignorante sin paliativo”.
La meditación y el auto-examen, tanto como la nostalgia y algún incontenido pesimismo, son constantes en los libros de Abel y Andrés. Es la óptica de quienes, al parecer, han visto mucho pero gustan muy poco de lo que han visto. Y es también acre desgarramiento de la conciencia, aunque gozosamente sublimado por la maestría poética.
El libro de Andrés, En el segundo cero, configura una síntesis de ese excepcional don poético que no se nutre más que de sí mismo. Summum de elegancia, delicadeza y lucidez, podría decirse que su poesía se muestra destinada a cumplir cierta máxima aspiración de Leopardi, quien pretendió limpiar el lenguaje de todo artificio, hasta un punto en que fuera posible conseguir que cada poema pesara menos que el resplandor de la luna.
Asombra realmente (y puede cortar el resuello) la ingeniosa sencillez con que Andrés estructura sus composiciones: “Me/gustaría saber/lo que gorjea/en la íntima soledad/del poema”.
Una mezcla cuasi mágica de sabiduría con la más depurada técnica tipifican su estilo de extraordinario poeta, un estilo para el que sólo encuentro precursores en algunos exponentes del Neoclasicismo europeo, o en los finos versos de Li po y de otros asiáticos: “Perros mudos le ladran al silencio/y lo pueblan de angustias”. Son emanaciones de una poesía que se reproduce sin más intervención que la de sus propias entrañas (como Jepri, la deidad egipcia), alumbrando poemas géiseres, llamémosles así, ya que aunque nacen a través de muy tenues aberturas, pronto se elevan convertidos en columnas de luminoso vapor, que es el alma del agua. “Ese gato/ronronea/con la nostalgia de un dios/Araña/el corazón arcaico de las pirámides/y sus ojos relampaguean/como diamantes frustrados/Caza/en jardines petrificados/el espejismo de un ruiseñor”.
Menos y más expresionista, más y menos hermética, más y menos densa según se trate de uno u otro hermano, en la poesía de Abel y Andrés Díaz Castro se combinan y a veces se intercambian lo objetivo y lo subjetivo, lo significante y lo difuso, lo inefable y lo ordinario: “Así que continúo enterrado hasta el alma/ en el verano. Y, para empezar, despierto/ del sueño/ de la muralla china, esa fe con que se/ llenaron tantas/fosas comunes”. “Si quieres esconderte en la luz/tienes que ser luz/si quieres esconderte en las sombras/tienes que ser sombra/Para esconderte entre los hombres/tienes que ser las dos”.
De importancia menor es que el único rasgo que a fuerza de identificar y enlazar resueltamente sus obras puede llegar a confundirlas, es la potente carga escéptica que ambas contienen. Pero ya sabemos que todo escepticismo implica un fundamento para la fe.