Aunque todavía faltaba bastante por hacer, ya sentía que daba pasos sólidos hacia un punto irreversible. Llevaba casi cuatro años intentando infructuosamente las vías más estables y utilizadas para alcanzar alguna de las fronteras con Estados Unidos, pero tanto Canadá como México me habían tirado la puerta en la cara, sin la menor compasión, una y otra vez.
Mi amigo holandés Kees debió notarme muy desesperado, porque me ofreció, nuevamente, tenderme la mano para poder montarme en un avión, rumbo a Europa. Pero, justo en aquellos días, perdió su empleo y su buena intención se vio, objetivamente, reducida a eso.
Otra vez en el mismo punto: agobiado, viendo cómo se me escapaba la vida gota a gota, caminando en círculos para llegar a ningún lado. Y entonces aparecieron en mi casa dos ángeles franceses, Martine y Claude, amigos de la casa, de la familia y sobre todo, de mi madre, desde que nos visitaron por primera vez muchos años antes. Y no solo tocaron a mi puerta, sino que, al comprobar que tanto tiempo después seguía allí, sin poder partir en busca de mi nueva vida, cuando nada me ataba ya a mi ciudad natal, se comprometieron a hacer lo necesario para facilitarme la partida.
Previsoramente, por lo que pudiera pasar, el año anterior había renovado mi pasaporte y ahí comenzó a gestarse el drama, o el susto, o una más de tantas historias surrealistas en nuestro Macondo.
Lo usual en todo el mundo es que un pasaporte, una vez habilitado, sea válido por diez y hasta once años. En Cuba no. El nuestro servirá solo durante seis años, pero cada dos, hay que renovarlo. Pagas lo que pagas por hacerlo y luego, dos veces, cada veinticuatro meses, debes renovarlo, hasta que caduca. Es un proceso concebido para ordeñar los bolsillos de aquellos cubanos y cubanas “privilegiados”, que podemos permitirnos viajar, desde que suprimieron el vejatorio permiso de viaje, conocido popularmente como “carta blanca”.
Y bueno, en 2013 me dije que si soñaba con partir un día no muy lejano, debía actualizar mi pasaporte. Con ese fin me encaminé a la Dirección Municipal de Inmigración y Extranjería y al entregarle el documento, la funcionaria introdujo mis datos en su ordenador, para casi de inmediato fruncir el ceño. Se levantó, sin decirme nada y a los pocos minutos regresó con otras dos, que me solicitaron el Carné de Identidad. Una vez en sus manos, volvieron a salir del local.
Desde inicios de año el Ministerio del Interior había comenzado un proceso de digitalización del sistema de archivos de todos los documentos de identificación de la ciudadanía, tanto el común Carné de Identidad como las licencias de conducción y los pasaportes. Para lograrlo, organizó breves cursos de capacitación a todos sus empleados, que con mayor o menor pericia afrontaron la gigantesca tarea. Como consecuencia, “diluviaron” los errores.
Y allí estaba yo, sentado a la espera de que me devolvieran mis documentos, incluyendo el pasaporte renovado. Pero no, en Macondo nada es tan sencillo. Por equivocación de alguien, mi número de identidad, el mismo desde que cumplí los dieciséis años, había sido entregado a otro cubano nacido el mismo día, mes y año que yo. Y como hay un número único para cada ciudadano, había que rectificar aquello. Esperaron pacientemente hasta que uno de los dos que compartíamos aquella secuencia de dígitos apareciera por alguna de sus oficinas, para cambiarle el número de identidad. ¡Y el primer cretino que apareció, fui yo! Me lo explicaron y me orientaron ir en busca de nueva foto, un sello de cinco pesos en moneda nacional -ya se sabe que en Cuba circulan esa, el CUP y la otra, la divisa criolla, el CUC- y regresar para hacerme mi nuevo carné. Eso sí, no tendría que volver a hacer la cola, sino que pasaría directamente a ser atendido.
Cuando todo estuvo listo, me tranquilizaron con la promesa de que aquel error y su rectificación no tendrían otras consecuencias, aun cuando mi pasaporte, entre sus muchos dígitos, incluía el correspondiente a mi número de identidad nacional, ahora obsoleto, o más bien entregado a otro ciudadano. Tampoco se verían afectados los tantos documentos que la burocracia genera en cualquier sociedad.
Pasó el tiempo y mis amigos franceses hicieron cuanto trámite estaba a su alcance para facilitar mi viaje. Con todo lo necesario me presenté en el consulado francés en La Habana y, con relativa agilidad, me entrevistaron, me tomaron las huellas digitales, las remitieron a la Interpol y me dieron cita para una semana después, con la orientación de reservar vuelo para el día que deseara viajar. Cuando regresé, me entregaron mi pasaporte con la visa estampada, dándome la bienvenida a la república francesa. Solo faltaba comprar el pasaje y la oferta más económica la encontré con la aerolínea criolla, Cubana de Aviación.
Aquel día comencé a despedirme de La Habana. Visité a algunos familiares y amigos, los imprescindibles, e hice mi modesta maleta con toda la ilusión del mundo.
La noche del 10 de mayo de 2014 llegué a la terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí, de Rancho Boyeros. Casi simultáneamente apareció en su motocicleta mi amigo Pedrito Romero, uno de los más populares cantautores cubanos, que quiso darme un abrazo y desearme buena suerte. Ninguno de los dos lo podía saber entonces, pero el suyo fue el último rostro amistoso y amable que vi en La Habana.
Tenía la intención de hacer los trámites de rigor, para entonces ir a la caja y cambiar los ciento veinte CUC que me quedaban por euros y sentarme tranquilamente a esperar la orden de abordaje. Hice enfardelar la valija, para no facilitar los frecuentes saqueos que sufren los pasajeros en aquella terminal aérea, y luego la despaché camino a la bodega de carga del avión. Dice el refrán que una cosa piensa la mula y otra el cochero…
Cuando presenté el billete de vuelo y el pasaporte, la joven uniformada introdujo los datos en el sistema. Con una autoridad inesperada, por su apariencia juvenil, me indicó que me alejara de su buró y esperase junto a una columna, a dos metros hacia mi izquierda. Se levantó y fue en busca de algo o alguien.
En pocos minutos observé un corre-corre de funcionarios y guardias de seguridad que me pareció un mal presagio, sobre todo porque me miraban, antes de asomarse a la pantalla de aquel ordenador. No pasó mucho tiempo hasta que vinieron dos suboficiales y me escoltaron hasta una pequeñísima oficina con una mesa que separaba a una silla de otras dos. Me esperaban sentados, con caras muy serias, un coronel y un teniente coronel, que me indicaron sentarme frente a ellos, con los dos suboficiales a mi espalda.
En fracciones de segundos le pasé revista a lo acontecido durante años. Desde que renuncié a mi trabajo en la televisión, al regresar de la guerra de Angola, argumentando discrepancias con el poder, comenzó una hostilidad que se fue incrementando, gradualmente, a medida que corté mis vínculos con las demás instituciones y organizaciones “de masas”. Vecinos, de los más fundamentalistas del barrio, que sistemáticamente se me acercaban para sonsacarme información, teléfono intervenido por temporadas, amenazas a los amigos que me facilitaban sus cuentas de internet para acceder a mi correo electrónico, mensajitos a través de aquellos mismos correveydiles que informaban sobre mi vida, haciéndome saber que “esta gente” se había leído todas mis novelas y nunca me impedirían irme al extranjero, si decidía partir…
-¿Cuándo fue que usted cumplió sanción? -me disparó a quemarropa el coronel.
Si algo no esperaban era la carcajada con la que les respondí.
-¿Sanción? Oiga, ni en mi etapa de pionero me sancionaron a mí. ¿De qué sanción habla usted?
-La información del sistema dice que usted cumplió sanción como recluso.
-Pues revisen bien la información del sistema, porque está equivocada.
Según la práctica diplomática, a quienes han estado presos, los consulados en Cuba no les otorgan visas. Si yo había cumplido sanción penal y tenía la visa francesa en mi pasaporte, significaba que en algún paso del proceso hubo fraude, soborno o algún tipo de irregularidad. Un hecho así, que implicase corrupción o juego sucio de una misión acreditada ante el Estado cubano, podía generar un conflicto de serias proporciones.
Una idea cruzó mi mente a la velocidad de la luz. Extraje de mi cartera el Carné de Identidad y tomé la iniciativa.
-Me pregunto si ese error tendrá algo que ver con otro que hace unos meses obligó a los funcionarios de la Oficina Municipal de Inmigración y Extranjería a cambiarme el Carné de Identidad, porque mi número de toda la vida se lo habían asignado a otro ciudadano.
Les extendí el carné y añadí:
-Fíjense en el número actual y debajo, escrito a mano, donde dice “número anterior”…
Comprobaron lo que les decía, se miraron entre sí y se levantaron al unísono.
-Espere aquí…
Permanecí en aquel minúsculo local. Los suboficiales que me escoltaban salieron y se colocaron del otro lado de la puerta. El tiempo transcurría y escuché la voz que llamaba por los altavoces a abordar el vuelo de Cubana de Aviación con destino a París. De todos los habaneros nacidos el mismo día que yo, aparentemente habían ido a entregarle mi número de identidad a uno que había estado preso, quién sabe por qué razón. ¡Vaya suerte la mía! Me costaba creer que me hicieran perder miserablemente mi oportunidad de volar aquella noche hacia la Ciudad Luz y una nueva vida.
Cerca de una hora después regresó el teniente coronel, que con una sonrisa forzada me ofreció disculpas por los inconvenientes ocasionados, me devolvió mis documentos y me entregó el recibo que indicaba la fecha de salida del país, que debía presentar a mi regreso a La Habana.
-Que tenga un feliz viaje… -fueron sus últimas palabras.
Sin tiempo para el cambio de monedas que tan bien me habría venido, los dos suboficiales me acompañaron hasta la entrada del avión. Cuando la aeromoza me condujo hasta el asiento que me correspondía, noté las miradas serias de los demás pasajeros, que parecían culparme por los cuarenta y cinco minutos de retraso del vuelo.
Me cuesta trabajo dormir en los aviones. Muchas personas sienten miedo, pero yo no. Suelo volar muy relajado, mas no consigo dormir. Unas nueve horas después del despegue, cuando el funcionario de Aduanas del aeropuerto Charles de Gaulle, cerca de Roissy, a 25 kilómetros al noreste de París, me revisó los documentos y me dio la bienvenida a Francia, tuve al fin una sensación de alivio.