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En torno a ‘Un ciervo herido’

En el año 2002, encontrándose ya exiliado en México, Felix Luis Viera publicó Un ciervo herido, cuya repercusión en países de América y de Europa no sólo iba a extender sobremanera el radio de su resonancia como autor, también le abriría un espacio en los catálogos de los más aclamados exponentes de la literatura hispanoamericana. Sólo en la ciudad de Miami se mantuvo entre los libros más vendidos a lo largo de cinco meses continuos. Y después de su primera edición, en Plaza Mayor, Puerto Rico, sobrevinieron nuevas tiradas: en Edizioni Cargo, Italia (traducida al italiano); en Eriginal Books, Miami; en Verbum, España.

La novela aborda el tema de los campos de trabajo forzado establecidos en Cuba, en el año 1965 (bajo la camándula de Unidades Militares de Ayuda a la Producción, UMAP), para confinar a más de veinte mil jóvenes inocentes que la dictadura de Fidel Castro, prejuiciadamente, consideró lacras sociales, por lo que se propuso convertirlos en “hombres nuevos” a fuerza de vejaciones, encerramiento y crueldad extrema. Es sabido que la publicación de esta novela propiciaría que tales campos de concentración fueran conocidos internacionalmente como lo que en realidad eran y no como un vehículo de formación revolucionaria, cínico disfraz con que aquel régimen pretendió presentarlos. En fin, se trata de una historia que por suerte ha logrado alcanzar la trascendencia pública que merecía. También (aunque no sólo por lo que cuenta) Un ciervo herido ha sido, entre las obras de Viera, la más comentada en los medios de información y la que más atención recibiera por parte de los críticos. Eso me permite, o me impone, no extenderme mucho más allá de unas pocas consideraciones que he rumiado al vuelo mediante su lectura y relecturas.

Entre las particularidades de Un ciervo herido que me impresionan siempre que vuelvo al libro se encuentra la forma destensada, sabia, y muy eficaz en tanto recurso literario, con que Viera supo mantener bajo total control sus emociones mientras convertía en ficción sucesos reales, especialmente dolorosos, que él mismo sufriera como uno de aquellos jóvenes recluidos en las UMAP. Por mucho que el asunto se haya mencionado en reseñas y entrevistas, creo que seguimos debiéndole (a él y a la literatura cubana) un estudio en profundidad sobre el magnificente estilo que le permitió guardar distancia con los hechos a la hora de narrarlos. Prometedora tarea para los críticos. Y les aportaría más que esas valoraciones epidérmicas que suelen compartir unos con los otros, como si fueran parientes.

La meticulosa sobriedad que exhibe Viera cuando reelabora momentos, hechos y personajes tan aborrecibles, a mí me recuerda la actitud del microbiólogo abstraído en el examen y la selección de organismos microscópicos para un diagnóstico. Si quisiéramos confrontar la eficiencia de sus recursos en tal sentido no nos queda otra que remitirnos a unos pocos (muy pocos) libros de escritores europeos. Algunos lo hicieron excepcionalmente al describir pasajes del holocausto judío perpetrado por el nazismo. También es recurrible cierto rasgo del estilo de James Joyce, aquel que Beckett calificó con tanta admiración como su poder de distanciamiento, y en torno al cual dijo que daba lo mismo que estuviese describiendo la caída de una hoja, la caída de la noche, o la caída de un imperio, pues siempre el distanciamiento de Joyce era total. Pero desde luego que no hallaremos nada parecido en la literatura cubana, ni creo que en la de Latinoamérica por lo menos hasta donde me da la memoria. El más cercano precedente quizá, no en el plano geográfico sino circunstancial, podría ser la estremecedora novela Un día en la vida de Iván Denisovich, donde Alexandr Solzhenitsyn bordea el colmo de la impavidez para recrear detalles de un día en la vida de un confinado en los Gulag de Siberia en tiempos de la Unión Soviética. Mas sin que esto implique demérito para el potente estilo de Solzhenitsyn y aún menos para su integridad moral y profesional, se conoce que él tuvo que escribir y reescribir su libro valiéndose de una bien calculada cautela, toda vez que pretendía publicarlo (y finalmente lo publicó) en la URSS, por lo que estaba obligado a burlar los cercos de la censura. Es el motivo por el cual le vemos detallar los horrores del Gulag con un sosiego y hasta una frialdad tales que a veces sobrecogen tanto como los horrores mismos, llevando al extremo las enseñanzas del realismo impasible de Chejov. No fue el caso de Viera, quien no se atuvo a más patrones que aquel que le dictara su intuición de singular narrador-poeta, y que además no habría podido ni siquiera soñar con la publicación en Cuba de Un ciervo herido. Así que lo escribió en su exilio mexicano, por lo que tuvo la oportunidad de escoger con libertad la elegante contención y el desapasionado acento que tan meridianamente distinguen esta novela. Incluso, en el momento de su redacción, él no había leído aún a Solzhenitsyn, lo cual no obstaculiza que identifiquemos coincidencias entre ambas novelas, especialmente en el empleo de algunas técnicas y enfoques, por razones de dialéctica histórica tal vez. Aunque igual se aprecian disimilitudes, causadas por imperativos de idiosincrasia, o de cosmografía, supongámoslo así.

Por lo demás, en Un ciervo herido no sólo destacan la mesura y la serenidad con que el autor distiende sus amargas introspecciones. Asimismo, y creo que en mayor medida, sobresale el tono neutro, limpio de animosidades, con que revive la conducta de funcionarios, carceleros y jefes de las UMAP, cuya catadura moral sospecho yo que no estimulase para nada esa asepsia. Tengo entendido que es un aspecto de la novela que ha llegado a generar inquietudes entre más de un lector y que suele ser motivo de recurrencia por parte de los entrevistadores, algunos de los cuales manifiestan extrañeza o desconcierto ante ese tratamiento que, según interpretan ellos, iguala de un plumazo a las víctimas con los victimarios. “Los verdugos también eran víctimas –ha puntualizado Viera-. Víctimas de lo que ellos creían que era justo, o necesario para *alcanzar el porvenir luminoso de la patria*. Claro, hay hombres que gozan siendo verdugos de cualquier causa, y eso es otra cosa”.

En un sentido más abarcador, que incluye la forma junto al contenido de esta obra, Viera ha declarado también: “Quise, con toda intención, darle voz y voto a ‘la otra parte’, a lo largo de la narración. A veces más, a veces menos, según se pueda, pienso que el novelista debe renunciar a lo unidimensional. No es justo en una novela omitir a la “otra parte”. En la creación narrativa también vale toda la imparcialidad posible”. Y quizás para  aprovechar a fondo toda la imparcialidad que le permitía el argumento, fue que tuvo la brillante ocurrencia de añadir en las páginas finales de la novela el “Anexo”, que contiene una entrevista ficticia con uno de aquellos oficiales que fueron jefes en las UMAP. Un acierto pleno. La gota que colma la copa de su solidez estructural. No es gratuito que hasta el autor lleguen noticias de lectores que aún hoy creen que la entrevista tuvo lugar en tiempo real. Precisamente por esa entrevista ficticia, unida a otros hallazgos formales que han sido opacados por el contenido (pues éste retiene casi la totalidad de los elogios que se dedican a la obra), estimo que merecerían una mayor atención sus virtudes técnicas. A mí en particular tales hallazgos me traen de vuelta aquello del “realismo inverosímil”, inscripción un tanto juguetona que Viera propuso para calificar la tendencia de uno de sus libros, Las llamas en el cielo, pero que bien podría ajustarse al grueso de su narrativa, incluida Un ciervo herido. En principio, si algo me queda claro es que a esta novela no le encaja la etiqueta de realismo, a secas, que es la que en general se le acredita. La postura anti-solemne, anti-sentimentalista, irreverente, desdramatizada, anti-realista podría decirse, así como el aliento satírico, incisivamente jodedor que la recorre de punta a cabo, no alinean ni a empujones dentro del realismo convencional. Tampoco me parece que le sea afín el modo en que este autor asume la realidad de los sucesos, no con el simple objetivo de convertir su narración en testimonio, o no únicamente, sino para escarbar entre las capas que envuelven “lo real” en busca de su sentido último y ciertamente velado. Las respuestas teleológicas, existenciales o testimoniales a las que nos acerca Un ciervo herido, son en verdad ajenas al realismo convencional. Incluso, mejor que con la línea realista, podrían asociarse con el posmodernismo, por más que Viera tampoco sea un escritor posmoderno. Así que a falta de un apelativo idóneo, no me suena mal para el caso lo de “realismo inverosímil”.

El humor (negro y de cualquier tinte) que se desgrana prácticamente sobre cada página, cada diálogo o cada descripción de la novela, marca igualmente pautas de carácter formal que son bien diferenciadoras. No sólo por la variedad de sus encuadres y puntos de vista -ya que sustenta todos los perfiles del coro narrativo-, sino también, y sobre todo, porque convive orgánicamente con un argumento colmado de situaciones tensas, tristes, desgarradoras en no pocas ocasiones. Pero se trata de una particularidad que, como no podría ser menos, también destaca entre las más comentadas por críticos y lectores. De manera que puedo –y debo- ahorrarme la repetición de los mismos elogios. Si acaso me gustaría señalar de pasada el primordial atractivo que aporta a la novela la madre del protagonista Armando Valdivieso. Este personaje, además de ser (para mi gusto) el más seductor de Un ciervo herido, es el que más constante y desenvueltamente se prodiga en el uso del humor. Toda su participación se limita a breves monólogos, que son cartas que envía a su hijo. Sin embargo, no hay aquí ninguna otra presencia tan empática como la suya. He sabido que ese personaje, a quien le sobra en gracia y agudeza todo lo que podría faltarle en instrucción, está inspirado en la madre del autor. No en balde resulta tan adorable.

Las divertidas cavilaciones de la mamá de Valdivieso, quien habla de todo un poco en sus monólogos, mezclando los asuntos y saltando de unos a otros con la misma perspicacia y picardía que Molly Bloom, coronan sin dudas el eficaz tratamiento humorístico de la novela. Aunque, como ya quedó anotado, no es su único aspecto sobresaliente en esa dirección, y tampoco constituye una rareza dentro de toda la obra narrativa de Viera, a quien no será posible pasar por alto cuando se elabore el inventario de los escritores latinoamericanos que con mayor destreza y persistencia sazonan con humor sus narraciones.

“Lo del humor se trata ya sabes, de un recurso semejante al erotismo (ambos “naturales”, sin proponérmelo… y digo “recurso” porque creo que el erotismo no es género, sino eso, recurso) y ahí va corriendo. Bueno, esos recursos que caracterizan mis escritos, mi narrativa, sobre todo”. De tal manera, escueta y sin la menor presunción, resume Viera la ingeniosidad con que logró alisar las asperezas de su trama mediante el uso de ricas variantes de lo sarcástico, lo mordaz, la sátira. No dice él, no sé si por modestia o por no haber dedicado suficiente atención al detalle, que la decisión de permitir que reposara durante largo tiempo su experiencia personal en las UMAP, antes de emprender la redacción de esta novela, pudo influir en su disposición para hacerlo tan marcadamente en clave de humor. Durante treinta años Viera estuvo dándole vueltas al tema dentro de su cabeza. Lo habían confinado en las UMAP en 1966. Y no fue hasta 1996 cuando se sentó a escribir la novela. Para aquellos a quienes les parezca demasiado el tiempo que dejó transcurrir, apunto que más tiempo aún le ha costado conocer la causa o el pretexto de su reclusión en los campos de trabajo forzado. “Yo, como tantos que allí estuvieron, no supimos por qué. Mas, yo me juntaba con, según el rasero de aquel Gobierno, lacra social de diferentes tipos. Por algo de esto tuvo que ser. Yo era el único sostén económico de mi mamá, de modo que cuando me llevaron violaron la Ley, la cual aclaraba que, en este caso, no te podían “reclutar”. Por lo antes dicho fue que me dieron baja temprana. Pero esto costó mucho papeleo y angustias. Sí supe, no pocos años después, que el Comité de Defensa de la Revolución (CDR) de mi cuadra me puso mambo”. He aquí otro término musical del que Viera hace buen uso. “Ponerle mambo” significó esgrimir contra él acusaciones difamatorias y secretas sobre las que el denunciante no necesitaba mostrar pruebas.

“De 1973 a 1995, escribí y publiqué varios libros de poemas, de cuentos, novelas –continúa precisando Viera sobre el particular–. Me seguía martillando en la mente, el corazón y dondequiera, aquella novela pendiente de escribir, tan cerca de mí, pero para la cual no hallaba el narrador adecuado. Por muchos artilugios de redacción que emplease, si no conseguía un narrador fuerte, original, con su contraparte o contrapartes iguales, no lograría más que una sucesión de capítulos tremebundos, una cadena con infinidad de eslabones trágicos… que aun como tales podrían aburrir a cualquier lector. En México, en 1996, y claro, con más experiencia en el arte de escribir, me pareció que ya sabía cómo “hacerla”. Y así, durante cuatro años, escribí Un ciervo herido, cuya primera edición es de 2002”.

Como ya sabemos, aquel narrador adecuado que tanto buscaba no iba a encontrarlo sino secundado por un coro que hace las delicias polifónicas de la novela. Así como los artilugios de redacción que refiere hallarían su plétora en la diversidad de registros humorísticos y en el eficiente empleo de expresiones del argot popular. En cuanto a la mención que hace más arriba concerniente al uso del erotismo como herramienta literaria, igual resulta bien conocida la asiduidad con que acudió a este recurso en Un ciervo herido. En rigor, debieron ser punto menos que inevitables las escenas eróticas en una novela sobre las UMAP, con miles de prisioneros, entre los cuales, si bien no había mujeres, por lo menos el veinte por ciento eran homosexuales, hasta dónde fue posible prever con alguna exactitud el dato. A ello habría que añadir que el erotismo como recurso literario representa una constante en gran parte de las creaciones de Viera. Exactamente por eso es que no voy a ocuparme de su presencia y sus efectos en esta novela. Prefiero reservar el asunto para más adelante, en un espacio adicional que me permita su repaso en tanto cualidad identificativa de este autor. Una cualidad -justo es acotarlo- por la que se ha ganado más de un reproche. También, y creo que es lo peor, ha servido para que ciertos críticos, de esos que suelen opinar a partir de la opinión de otros críticos, conviertan algo que es tan auténtico en Viera en un mero tópico que abarata su estilo pretendiendo tal vez encarecerlo.


Fragmento del libro La explosión del cometa (Prontuario de un lector atento en torno a la obra literaria de Félix Luis Viera), de José Hugo Fernández. Tema relacionado


 

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.
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