José Antonio Albertini (Santa Clara, 1944), novelista y exprisionero político cubano, quien reside en Miami desde hace más de 40 años, ha publicado recientemente En olor de lluvia, novela que precisamente tiene a Santa Clara como escenario principal, y en la cual esta ciudad representa de algún modo a toda la isla de Cuba.
Allí, en Santa Clara-Cuba, se desarrolla una historia que se vincula directamente con lo ocurrido en la Isla en 1959, cuando triunfara la revolución que más tarde sería proclamada comunista.
Uno de los principales planos argumentales de la novela, toma vuelo con el bofetón que el cura Palomino Palomo le propinara a Candelario Candela, quien a partir de entonces iría acumulando rencor suficiente como para regresar, muchos años después —con la graduación de Guía en Jefe—, al lugar de los hechos con el propósito de vengarse de Palomino Palomo y de paso, con el respaldo de su ejército de “ajenos”, subordinar a sus caprichos a toda una comunidad.
En esta historia las almas más nobles están procurando regresar al pasado o al menos obviar un futuro que avisa de la utopía que ya conocemos los cubanos —“Futuro de odio ideológico-epidémico”—; es decir, huir del futuro; evadir esa tristeza del “olor a tiempo ido”.
El aviso de la debacle por venir ocurre cuando, a las tres de la madrugada, el pescador de truchas Antonio Antón, en el río Bélico, descubre que no es precisamente agua lo que trae la corriente.
Entonces comienza esa guerra “en pro del pasado” —y aun el empeño por resucitar a los muertos si fuese menester—, cuando ya resulta inexorable que Candelario Candela y su tropa tomarán Santa Clara-Cuba para establecer, entre otras “consecuciones”, el ateísmo unido a un sistema “de bienestar social” que tendrá la igualdad como principal atributo.
La religión, las religiones, las creencias, las bondades en general están representadas en una emblemática iglesia santaclareña: la Divina Pastora. Contra ella lanzará sus huestes el Guía en Jefe y él mismo profanará el templo para perseguir a beatos y beatas y sobre todo al padre Casto Castor, quien, sin embargo, cuenta con una vía de escape que nadie sospechaba.
El otro plano narrativo fundamental que recorre la novela de principio a fin, resulta ese amor más allá de la vida, de la muerte, del tiempo entre Florencio Flores y Rosalía Rosado; ambos, desde adolescentes, se dedican una pasión que, valga la paradoja, tiene su surtidor fundamental en la ternura, y que, por momentos, nos remite a esa condición de “amor maldito” expuesta en cierta novelística. La descripción de las añoranzas de Florencio por Rosalía, valdrían una reseña aparte.
Uno de los fuertes de José Antonio Albertini es sin duda la creación de personajes. Esto queda demostrado, además de con los ya citados, con el tendero Romerico Romero, cuyos diálogos con Florencio Flores, justamente en la tienda y acompañados de tragos de ron, nos van dando no pocos “antes” y “después” de las acciones que conforman la novela. En estos encuentros, asimismo, casi siempre aparece otro personaje principal de la obra: la lluvia. “¡No para de llover!”, se queja en algún momento Romerico Romero.
El lenguaje, fluido, sencillo, muestra una metafórica acertada, la cual se luce, fundamentalmente, mediante uno de los recursos más notables de Albertini: la descripción. Sirvan de ejemplo: “La noche de mayo era fresca y el aire amontonaba la humedad de la tarde”, “las tardes palidecían en sepia”. Y sentencias como: “Hasta en el pasado, para bien o para mal, anida lo desconocido”.
Uno de los momentos más altos de En olor de lluvia, resulta el desenlace del cura Palomino Palomo, observado por mera casualidad —y solo por él— por el borracho habitual y pescador nocturno de ranas toro, residente en el barrio El Condado, René Reynoso.
Nostalgia mediante, el autor nos remite a lugares y personajes típicos de Santa Clara. Por ejemplo, el callejón de Lorda, las calles Unión, Santa Rosa, Buen Viaje, Paseo de la Paz; los parques Vidal, De la Audiencia; las lomas Cerro Calvo, La Melchora, Capiro, Pelo Malo o Belén; el río Bélico; el teatro La Caridad; los barrios El Condado, Santa Catalina; el Puente Americano, el Puente de los Buenos; la Virgen de la Charca; el burro Perico; los totíes del Parque Vidal; la matrona más sonada de toda la historia santaclareña: Yoya —“regente del prostíbulo más conocido del pueblo”— y una de sus muchachas más despampanantes, Cassandra la “Matasiete”.
Como en toda historia de revoluciones, en esta no podían faltar los oportunistas. A saber: Herminio Hermida, Zacarías Zaca, Alma Almaguer o Celedonio Celedón.
Un buen ejemplo de personaje catalizador resulta Ovidio Oviedo.
Escribir una novela como esta sin desembocar en el costumbrismo, es tarea ardua, de inteligencia.
Las 145 páginas de En olor de lluvia, no obstante su condición de parodia, pueden ser comprendidas perfectamente por alguien ajeno a los hechos y el tiempo que narran.
Ayuda el diseño y presentación de Editorial el Ateje.
Creo que una buena definición de esta novela es la que expresara el también escritor cubano José Abreu Felippe: “Podría calificarse como realismo onírico”.