“Chekendeke lengorísemo” [El que no tiene corazón no va a la guerra]
‒Proverbio ñáñigo‒
Debemos apurar la afirmación: desde una deliciosa “ambientación” literaria José Hugo Fernández nos regala este ensayo, Los timbales de Dios: apuntes para una revisión de la historia de la guapería en Cuba, que “versa” sobre la sobrevaloración del valor, o la guapería. Garantizar que el lector disfrute su disertación es, de antemano, la moneda de cambio que ofrece José Hugo en este volumen que fuese mención especial en el premio Carlos Alberto Montaner 2019.
La “revisión” de la guapería isleña en sus aspectos más simbólicos nos llega desde el inicio mismo de este peculiar ensayo que, envalentonado, se adentra en abordamientos que han ocupado poquísimo espacio de la literatura cubana. El diente de oro se enfoca entonces como ese primer encontronazo hacia lo que José Hugo percibe [la guapería en sí] como una suerte de máscara:
“[…] Pero, en esencia, la realidad histórica es que en Cuba (aunque no sólo, ni en eso somos únicos), el uso de los dientes de oro quedó evidenciado desde hace mucho como manifestación de los más humildes estatus sociales, con frecuencia incluso de los ambientes delictivos. Y a mí por lo menos me parece elemental que en la base de esa tendencia tiende su larga sombra el machismo, que es nuestro pecado original, y, por extensión, fundamento de lo que consideramos la guapería del cubano, que también funciona como una suerte de camuflaje […]”.
La afirmación de que “se supone que a los guapos de verdad no debiera interesarles andar por la vida con el hocico en ristre y todo engrifado a tiempo completo, como gallos de lidia, sólo para que los otros perciban de antemano el gran peligro que representan”, podría encontrar aprobación en las esquinas de las barriadas calientes de Cuba.
Más adelante José Hugo calibra dónde comienza esa confusión, casi histórica también en las calles cubanas, entre “valentía” y “guapería”. Deja establecido, en líneas precisas, el uso a conveniencia que el régimen de Cuba ha hecho de esa confusión, explotando el verbo belicoso y la pose “guapa” como retórica política hacia el exterior.
“[…] Son muchos los valores que exaltan la conducta humana. Pero sólo uno entre ellos, la valentía, monopoliza el genérico. Algo más o menos similar ocurría entre los antiguos romanos, quienes llamaban Virtus a la valentía, como si ésta fuera la única virtud. ¿Y por qué los cubanos –con algunos latinoamericanos– llamamos guapos a los valientes? Son atributos distintos, según el diccionario, pero no para nosotros. ¿O sí? Va y ocurre que el guapo, por ser cosecha patria, ha devenido cumbre de la valentía […]. Nuestras presunciones nacionalistas encajan como anillo al dedo con las presunciones machistas, y, por consiguiente, con las de la guapería. Son las tres patas de una misma mesa. George Orwell alineaba a los nacionalistas en dos grupos, positivos y negativos. No creo que a los cubanos se nos pueda encasillar rígidamente en una de esas alineaciones. Somos nacionalistas ingenuos, así que fantasiosos y efusivos, a veces para bien y otras veces para mal. Cuando la guapería se funde o se confunde con el nacionalismo, lo cual ocurre a menudo, ya que es casi una regla, su efecto suele ser negativo. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Esto también lo apuntó Orwell. En nuestro caso, el autoengaño lo aporta la gente de a pie, mientras que los políticos y los líderes de toda laya aportan la sed de poder. Y es justo en ese matrimonio –disfuncional pero muy bien llevado– donde mejor se evidencia la ingenuidad de los nacionalistas criollos, y, por condigno, su guapería […]”.
Con relatos históricos que van delineando los antecedentes sociopolíticos y políticoculturales que funcionan como puntos cardinales en una Cuba difícilmente dominada por otros atributos historiográficos más allá del cronocentrismo, José Hugo afirma que, “para la mayoría de nuestros coterráneos, ser guapo significa algo así como haber recibido al nacer un don providencial que te sitúa por arriba o al menos por delante del rebaño. Al frente van los guapos. A la zaga va el resto, en multitudes que se dejan llevar, cautivadas, intimidadas, achuchadas o manipuladas por la guapería de los guapos”.
En opinión de José Hugo, los cimientos de la deformación de la valentía ‒manifestación gramatical del valor‒ quizá están en conformidad con la maniquea percepción que solemos esgrimir sobre la historia grande y nuestros pasados como entes sociales. Quizá ese no saber traducir la historia impide sobremanera no saber contar correctamente los propios saberes:
“[…] Lo que un tanto festinadamente llamamos Valor, suele afincar sus bases no sólo en otros valores, también en los más impresentables defectos. Al punto que su sobrevaloración bien pudiera ser una traba para el avance de nuestro desarrollo como especie superior del planeta, ya que es así como nos califican. Claro que la historia del Valor como máxima expresión de la ejemplaridad y el liderazgo entre los humanos (igual que entre los animales) resulta tan antigua como el aburrimiento, o más. Y de acuerdo con las disquisiciones o la fantasía de los historiadores, ha jugado un papel de vanguardia en nuestro desarrollo […]”.
Al igual que José Hugo, yo por lo menos no creo que el martirio obedezca siempre a un impulso de auténtica valentía, sin que por ello deje de ser respetable o venerable o recordable en todos los casos. Dejar constancia de lo anterior no es gratuito en la “guapería” de este ensayo, en tanto se narra ‒¿a través del tío Papo?‒ la historia de Cuba, tan llena de martirologios y mártires a pulso:
“[…] Aunque los historiadores no hayan llevado la cuenta, no me parece razonable poner en duda la enorme cifra de mártires que debieron morir temblando de miedo, por más convencidos que estuviesen de sus motivaciones. Muchos se lanzarían a la muerte atontados por la esperanza de encontrar otra vida mejor en “el más allá”. En no pocos pudieron prevalecer los prejuicios de orden moral o sentimental. La certidumbre de lo irremediable. La soberbia. Los tan diversos y múltiples valimientos de la sugestión… En rigor, ¿sobre cuántos mártires podría afirmarse que actuaron espoleados únicamente por su naturaleza de verdaderos guapos y no por impulsos de un arrojo contaminado por sabe Dios qué coyundas, fueran éstas hijas de la virtud o del defecto? […]”.
En Los timbales de Dios: apuntes para una revisión de la historia de la guapería en Cuba desfilan, como testimonios de ese resultado irresoluto de confundir “tener timbales” y ser “guapo”, personajes nuestros [como el ya entrañable Tío Papo] que orbitan desde la pobreza. Y es que guapería y pobreza no son sinónimos, pero sí los “enyunta” un trazado común que exige un adentramiento antropológico que apenas consta de una bibliografía seria, más allá del polémico Los negros curros de Fernando Ortiz.
Cierra Los timbales de Dios con apuntes de José Hugo que, ciertamente, nos hacen temblar. En sus remembranzas de Centro Habana ‒epicentro para este ensayo deliciosamente literario‒ el autor nos recuerda que es allí “donde han campeado en connivencia durante más de medio siglo el miedo y el peligro o el miedo y la amenaza. Ni imaginar quiero lo que pueda suceder si algún día a esa gigantesca burbuja de miedo y silencio concentrados, como gas butano, se le abre una grieta, un leve orificio de escape”.
Es imposible no estar de acuerdo con José Hugo en la casi totalidad de un ensayo que puede constar, sin más “guapería”, como imprescindible en las letras cubanas.
“Lo determinante para que unas u otras muestren sus feas proporciones se deriva de aquellos a quienes nos toque enfrentar. Ante los machos machotes del poder político y todo su aparato avasallador, ya sabemos cuál es la reacción de aquellos guapos que se la pasan sentados en la esquina. Son los mismos que, en cambio, se comportan de muy distinta manera dentro de los límites de su miserable dominio”. Es una descripción áspera ‒como lo debe ser la historia cabal sin blanqueamientos ni cronocentrismos‒ de cómo el régimen cubano conjuga también la belicosidad diplomática con la más vulgar “guapanga”. Quizás, como pudiera decir “machísticamente” el tío Papo par de tragos de por medio, harían falta más los pantalones de Dios que sus timbales.
“[…] De hecho, la violencia ciega y sorda es el más perdurable patrimonio que nos está legando esta dictadura. Creo que fue Chesterton quien apuntó que el mal del militarismo no es que enseñe a ciertas personas a ser feroces y altaneras y excesivamente belicosas, sino que enseña a la mayoría de las personas a ser mansas y tímidas o exageradamente pacíficas. Me parece que ambos males son igual de nefastos. No en balde proceden de la misma cepa. Y ambos han calado por igual entre nuestros coterráneos. Pero con una particularidad, añadida tal vez por ese esperpéntico tan propio de una isla en la que hacen olas los hombres a todo y los verdaderos guapos. La ferocidad, altanería y belicosidad conviven mezcladas con la mansedumbre y el miedo dentro de nuestros barrios […]”.