Tarda una «conversación» sobre Cuba que debería iniciarse desde otro inciso.
Salir a las calles da náuseas. Literalmente.
Se mira a la gente con pesadez. Irritan las voces que solo cacarean. Encolerizan los insulsos temas de conversación mientras les rodea la pestilencia, el inminente derrumbe, o la ya «naturalizada» represión policial.
Se contempla con rabia a ese mulato que, envuelto en cadenas de oro y rodeado de un hambre que le ronca la pinga, regaña a su fiñe porque le pide dinero para una pizza, pero es dadivoso con la mulata [esposa de su vecino] que le insinúa un glúteo a través de un short cortísimo.
Y sí, hay que ser solidario con «Vivir del cuento» [dentro y fuera de la metáfora implícita]… pero también hay que ser solidarios con las propias ganas de NO tener más hambre [o de oponerte contra el hambre misma].
Desde hace rato Cuba dejó de ser un país para convertirse en un rancho de chismosas y breteros.
Duele ver ese proceso en cámara lenta, como si tardara un siglo ese filminuto donde el guionista, el productor y el protagonista son la misma persona al mismo tiempo [no sé si me explico].
Temo dejar de ser cubano, desterrado por las propias inacciones del no ser cubano [no sé si me explico].
Y ese temor me seduce.
Ya nos quitaron la bandera [ahí está Luis Manuel como ejemplo].
Ya nos quitaron la patria [ahí están los desterrados y los impedidos de volver].
Ya nos quitaron la voz [ahí está cada muerte en prisión de un preso político].
Pero seguimos hablando de las ganas de templar.
Aunque templar también sea importante.
Aunque templar sea lo único no reprimible que nos dejen.