El virus había atacado varias veces, con creciente insistencia, saltando de país en país, de ciudad en ciudad, de casa en casa. Durante décadas, malamente hacinada en refugios naturales y edificios en ruinas, sin Facebook, sin Internet, sin electricidad –luego de que la pandemia redujera la población mundial a unos pocos miles de individuos–, la especie humana había logrado sobrevivir a sus mutaciones. Medio siglo después de iniciada la neoera, sin embargo, mientras el microbio que lo había cambiado todo apenas constituía una vaga referencia en la literatura oral que de generación en generación poetas como él –egresados del Centro de la Rima Cavernaria ‘Anemio El Bardo Guaroso’– mantenían viva, la antigua culinaria china seguía atormentando la imaginación de las tribus al sur del lago Okeechobee, aferradas a un pasado supuestamente fastuoso de alitas de murciélago y picadillo de pangolín.
–¡Nasobuco, hijo, que el cocimiento de marabú se te enfría! –volvió a gritarle su madre desde la hoguera improvisada al fondo de la cueva– ¡Nasobucoooo…!
–¡Take it easy, mami, take it easy! –respondió el bardo en pleno forcejeo con la mascota de la familia–. ¡Coronavirus le robó un hueso al perro de Covid 19 y sospecho que va a haber sopa!