El miedo constituye fuente de placer para millones de personas normales, quiero decir no sólo para las de cerebros romos, como ciertos devotos de Sacher-Masoch o como los que practican el barranquismo tanto deportiva como intelectualmente. Alfred Hitchcock lo dejó apuntado desde su perspectiva, ilustrando la afirmación con el ejemplo que mejor conocía, el cine. Si los espectadores se gastan su dinero y sus escasas oportunidades de ocio por ver películas de horror, significa que el miedo les resulta placentero. Es el razonamiento en que se basa El placer del miedo, un ensayo no carente de atractivo (hitchcokiano al fin), pero que a mí me deja en las nubes, ya que no obstante el título, no demuestra que el miedo nos produzca placer por sí mismo. Apenas se refiere al placer que nos produce ver a otras personas sentir miedo teniendo la certeza de que ese miedo no nos afectará directamente, porque es un miedo ajeno y porque además no es real. Tal como se argumenta en este ensayo: “Por cada persona que sale en busca del miedo en un sentido real o personal, millones lo buscan de forma indirecta, en el teatro y en el cine. En auditorios oscuros, se identifican con los personajes ficticios que sienten miedo y sienten, ellos mismos, esas sensaciones (el pulso acelerado, la palma seca y húmeda, etc.), pero sin pagar el precio. Que el precio no tenga que pagarse es el factor importante”, puntualiza Hitchcock. De manera que estaba refiriéndose a un tipo de placer más cercano al que disfrutan los devotos del Marqués de Sade que los de Sacher-Masoch. Entonces no es que normalmente hallemos placentero sufrir miedo. Lo que en realidad nos ocasiona placer es observar cómo son otros quienes experimentan el miedo.
Antes de sostener tan categóricamente que el miedo es placentero, a Hitchcock le hubiera venido bien repasar sus propios miedos, digamos el que le provocaban los huevos de gallina. Un miedo sin pizca de placer, valga la aclaración. Y además sui géneris. Al punto que echó por tierra las hipótesis con que los especialistas tratan de explicar los resortes del miedo en tanto mecanismo defensivo del cerebro para protegernos frente a las situaciones de riesgo o para adaptarnos al entorno y sus peligros.
Sentir miedo puro y duro ante un huevo de gallina es una reacción que en buena ley debiera inhibirnos de expresar rotundidades sobre la naturaleza placentera del miedo. Verdad que ese miedo de Hitchcock no era representativo. No muchas personas en su sano juicio le tienen miedo a un huevo. Pero tampoco creo que fuese anormal. En temas como este, provenientes de los caliginosos fondos de nuestra personalidad, es posible que ni los psiquiatras tengan la última palabra sobre lo que puede ser normal o no. Digamos mejor entonces que aquel miedo que los huevos infundían a Hitchcock era estrafalario, o raro cuando menos. Aunque no tan raro, quizás, como el que han experimentado otras personas más o menos normales como él, e igual de ingeniosas. Basta citar el conocido ejemplo de Hans Christian Andersen, quien tenía miedo a los niños, no obstante ser uno de los más célebres creadores de literatura infantil.
El miedo inventa nombres para distraerse, tuvo a bien advertirnos Elias Canetti, consciente de que en igual medida que algunos miedos requieren la ayuda de los psicólogos, hay otros que merecen palos. Pongamos por caso no ya el abordado en El placer del miedo, sino uno todavía más obtuso y que, de hecho, hace estricta contraposición al tema del ensayo hitchckokiano: el miedo al placer. Pero no a un placer cualquiera, sino a uno de los mayores, a la vez que el más sano y natural entre los que están al alcance de las personas y hasta de los animales: el placer de vivir en libertad.
Que nada resulte tan aberrante como el miedo al placer de vivir en libertad, no ha impedido que millones de seres humanos (su número supera quizá al de los aficionados al cine de horror), se cobijaran bajo su égida durante mayor o menor tiempo, ni que se cobijen todavía en pleno siglo XXI, al que nos gusta llamar civilizado.
Es un asunto que por su trascendencia ha merecido la atención de renombrados investigadores del comportamiento social. Desde las más rancias posturas, como la del sociólogo francés Gustave Le Bon, con sus ideas sobre la existencia de razas de hombres superiores, hasta las enjundiosas conclusiones del libro El miedo a la libertad, donde el filósofo y psicólogo alemán Erich Fromm desmenuza la creciente estandarización del individuo en la sociedad moderna; y sin olvidar, entre otros, los ya clásicos ensayos Masa y poder, de Canetti, y La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset. Desde luego que las conclusiones de estos estudiosos no son (no tendrían por qué ser) necesariamente unánimes, pero todos lanzaron por igual alumbradoras sondas hacia el núcleo de ese extraño fenómeno que es sentir miedo ante el placer de vivir en libertad. Únicamente es de lamentar que ninguno de ellos tuviera la oportunidad de conocer de cerca el caso de nuestra gente en Cuba, el cual, según mi consideración, desborda todas las hipótesis aireadas hasta hoy en torno al tema.
El nuestro empezó por ser un tipo de miedo digamos corriente (aunque fuese mucho más venial que el de Hitchcock ante el huevo y tan indefendible como el de Hans Christian Andersen ante los niños), un miedo que nos alineaba en simetría mental de ciento quince mil kilómetros cuadrados, algo verdaderamente extraño en la polimorfa caribeña, pero era un miedo lógico, toda vez que respondía a la atmósfera de terror impuesta y sostenida por la dictadura castrista, y su aparato represor, a lo largo de varias generaciones. Ya que por ahí empezó, era de esperar que durase más de lo humanamente deseable. Pero lo que ningún observador parece haber previsto es que después de transcurrido más de medio siglo, no sólo mantuviese intacto su poder de arrasadora expansión radioactiva, sino que aquel miedo supuestamente común (a la cárcel, a la muerte, o a cualquier tipo de amenaza real) se haya transformado en miedo al placer que proporciona dejar de tener miedo, previendo los riesgos y la responsabilidad que ello contrae. Es el miedo a la idea de vivir en libertad que ha devenido rasgo de toda nuestra nación, marca idiosincrática, sello de identidad y referencia del entorno socio-cultural de Cuba, como el tabaco, la rumba o los frijoles negros.
De tal forma, cuando actualmente nos apuramos a mencionar el miedo a la represión bruta para explicar por qué la población cubana no decide plantar cara a las fuerzas de la dictadura, tal vez estamos pasando por alto una realidad histórica que es mucho más compleja. Creo que mejor encaminados podríamos estar si empezamos por formularnos un par de preguntas que no aparecen con frecuencia en las alocuciones de los cubanólogos: ¿Hasta qué punto la inmensa mayoría de nuestros paisanos en la Isla está verdaderamente interesada en incorporarse a lo que llamamos el mundo libre? ¿No será que allí cada cual entiende y desea muy a su modo lo que es vivir en libertad?
No dudo que responderían uniformemente que sí cuando les preguntemos si desean ser libres. Pero bien poco niveladas deben resultar sus respuestas si les preguntamos para qué quieren ser libres. Muy por delante de las motivaciones políticas (fin de la dictadura y del abusivo monopolio estatal…), presumo que se impondrán las de carácter práctico-individual. Tal vez cada quien vea en la libertad un filón para la propia mejoría y la de su familia, lo cual es coherente y justo, pero, ¿habrán pensando en las trabas que impiden al individuo alcanzar auténticas mejorías dentro de un país en total bancarrota económica y envuelto en un caos sistémico que amarra de pies y mano a todas las personas decentes y emprendedoras? Valdrá entonces una interrogante más: ¿En qué medida gravita sobre los cubanos la vieja pero cada vez más vigente teoría de Erich Fromm sobre el miedo que suelen sentir muchas personas no ya ante sus represores, sino ante la libertad misma, por el enorme compromiso individual que implica? Ese miedo anómalo al placer de sentirse libre planta sus bases efectivamente en la tranquilidad que procede del predominio de lo inconsciente, de la supresión del acto volitivo y, en suma, de la renuncia a todas las capacidades y virtudes de que dispone el ser humano racional para perseverar como especie.
No es que simpaticen con la dictadura (pues ya se sabe que no), o que se opongan a las críticas y reclamos de los disidentes. Es que su idiosincrasia, que por lo general responde más a instintos que a ideas, los muestra como alienígenas distantes a años luz de ciertas prácticas que son de elemental cumplimiento fuera de la atmósfera de caos en que ellos viven. Tampoco es que la población cubana sea más cobarde o menos despierta que otras. Sencillamente obedece a una máxima de sobrevivencia que es más antigua que el bostezo: “A quienes tienen hambre, dales primero de comer y después háblale de libertad o de lo que sea. Pero si lo haces al revés, fracasarás”.
Claro que en el caso concreto de la gente de allá, el hambre no es sólo de arroz. Su depauperación se origina más arriba del estómago, por falta de horizonte cultural, de conocimiento sobre cómo funcionan las cosas allende los mares. Le temo a lo que no conozco, es otro principio básico que puede estar pesando dentro de la cabeza de nuestros paisanos. Y sólo faltaría por ver en qué medida quienes luchan por cambiar la situación política y socioeconómica en la Isla serán capaces de lidiar con las múltiples limitaciones que padecen los nuestros como seres no aptos para actuar a tono con las reglas de una forma de vida que jamás conocieron. Así que el problema no atañe ya únicamente a la política y a la economía. Es de trasfondo moral, ante todo.
Fragmento del libro, en preparación, El huevo de Hitchcock, de José Hugo Fernández