El llanto del hombre nuevo es parte de lo que debemos esperar los cubanos en esa transición de inventiva solemne hacia la reivindicación de una nación ubicada sobre pilares de libertad. De modo que el luto, el espejismo del «patria o muerte» que una mayoría carga hoy en su conciencia, no tiene una solución en lo inmediato. Hay que pasar esta larga refriega del llanto colectivo para que el individuo conquiste su valor intrínseco, el inherente a la condición humana y que, después de entenderse sin prejuicio de juez moral, sacuda y alumbre dicha conciencia.
Por ahora, ciertas cargas al machete virtuales ponen al descubierto el victimismo cubano, la autoflagelación y la autocensura, modo anormal de ver con normalidad una dualidad. Una cosa es hacia dentro y otra hacia fuera. El potrero mueve sus cercas pero el pasto de las vacas sigue escaso, y vivir es ya una afrenta.
La necesidad de justificar el miedo al miedo tiene una correlación de fuerza lógica, es desde hace mucho una tabla para cruzar los océanos internos de la provincia a la capital de esa provincia que llamamos “país” y que no es otra cosa que La Finca. La poética de la sobrevivencia defiende su correlación con un «realismo sucio» garante de la continuidad del poder único, que lo «único» que produce son esas manchas de ceguera por las que ponemos música en nuestro ombligo. Pensar con nuestra tripita, llorar por esa tripita, tiene un precio que separa a los de adentro y los de afuera. Casi todo el mundo tiene, de alguna forma, una relación directa con el cordón umbilical donde se proyecta la «Matria».
Al parecer, pensamos con el estómago y consumimos tajadas de espiritualidad que se asientan como costras en unas «almas» que han dicho al «combate corred», y que siempre corren echándole la culpa al vecino. Nunca se reconocen, por orgullo, almas desnutridas.
Ya no nos obligan directamente a un discurso. El acomodo es otro, viene a ser como un exilio en insilio mientras, dentro, una mayoría apuntala la desgracia nacional que produce la muerte en vida. Porque, claro, vivir siempre es otra cosa, al menos en esa burbuja que soplamos ante la violencia de los días y los años mejores que siempre están por venir. La solución objetiva se presenta como inalcanzable, destinada a estar más arriba, allí donde los héroes de siempre no permiten el llanto porque afloja.
El llanto entonces no es por la fe de las almas austeras. Y claro, queda varios escalones más abajo, donde por mucha matraca, conga y baile que haya el coletazo tantas veces ensayado es el estandarte de una nación que no reza a un Dios vivo ni celestial. Es la gloria de vivir como los muertos.
La consigna por cansancio ya no es peregrina y repetitiva, ese veneno lo portamos como valor del «hombre nuevo». Somos los portadores enfermos que hacen entrevistas y responden entrevistas, el chachachá de las entrevistas, porque siempre hemos tenido un comandante al que le roncan las entrevistas (y aquí usted puede saltar como un antiyanqui, aproveche una pausa breve, tome aire y convenza a conciencia como dice el bolero, dígale que la quiere). Ya sabemos repudiar lo que nos delata, indefensos mártires de un vacío al que no se puede mirar de frente porque es un espejo que no pone rostro para las respuestas.
No hay respuestas en el abismo. Lo único esperanzador parece ser cruzar, con cara de lástima una y otra vez, las que sean necesarias, el Niágara en bicicleta.