Lo reconozcamos o no, todos hemos querido alguna vez que los demás actúen igual que nosotros. O por lo menos que actúen como a nosotros nos gustaría. Es una superstición cándida (y a veces feroz) que acompaña a los humanos desde que hacemos uso de la sinrazón, quiero decir, desde el surgimiento de las religiones y las ideologías, por no irnos más atrás, al instante en que el primer homínido se convirtió en líder de la manada.
Son frecuentes las ocasiones en que pensamos y hasta llegamos a expresar simplezas del tipo: “Si todos actuáramos de la misma manera con respecto a tal asunto, resolveríamos de una vez el problema”. Fantaseamos, y lo sabemos muy bien, pero no siempre tenemos en cuenta que este tipo de fantasía responde a mecanismos mentales poco sanos.
Dejan de ser sanos, sobre todo, cuando junto a esa ingenua pretensión de uniformidad, propagamos juicios de valor (que por lo general contienen duras descalificaciones) contra las personas que no actúan igual que nosotros, o como a nosotros nos gustaría que actuaran.
Hace unos dos millones de años, numerosos individuos con aspecto más o menos humanoide deambulaban por la Tierra. Podían ser parecidos o muy diferentes entre sí. Ninguno era exactamente igual al otro. Mucho después, treinta mil años atrás, los humanos “modernos” formaban ya varias comunidades genéricas, con características que las distinguían entre sí. No podían ser idénticos, por imperativo de las circunstancias. Y fue justamente esa capacidad para la diferencia lo que propició que algunos de esos grupos sobrevivieran y fundaran las bases para la civilización humana en nuestro planeta.
Hoy ni siquiera los hermanos gemelos piensan igual y comparten los mismos gustos, simpatías y antipatías, por más complicado que a veces resulte diferenciarlos físicamente.
No obstante, la ilusión de uniformar el comportamiento humano pervive agazapada en nuestro inconsciente. Los más, logramos mantenerla bajo control, aunque no en todo momento. Los menos, han convertido esa idea en pesadilla bochornosa, haciendo correr ríos de tinta, que afortunadamente siempre fueron a desembocar al mismo sitio: el fracaso, el ridículo y aun el horror. Bastaría con recordar la eugenesia, hija dilecta de Darwin e inspiradora de las técnicas de ingeniería genética tramadas por los hitlerianos; o el perfecto homus soviéticus estalinista; o el hombre nuevo del Che Guevara y su pandilla.
Desde luego que existe una distancia abismal entre quienes aspiran a la uniformidad como ambición de dominio, o como expresión de personalidades anormales, perversas, dogmáticas (los totalitarismos, los populismos, las tiranías…), y aquellos que lo hacen por un simple desliz de su inconsciente, o por ignorancia, o por pasajeros arranques de pasión. Sin embargo, hay un componente que parece influir por igual en unos y en otros, por más insalvablemente desiguales que sean sus naturalezas. Es la falta de humildad.
Siempre que seamos capaces de actuar con humildad, lo que es decir, con los pies bien puestos en la tierra, estaremos vacunados contra esa epidemia tan contranatural y absurda ahora mismo como en los inicios de la civilización terrestre: la insana superstición del comportamiento uniforme. La pregunta de los sesenta millones sería entonces: ¿hasta qué punto podrían proponerse ser humildes aquellos que necesitan, por un imperativo interior, que los demás acepten sus actos como modelo?
Originalmente publicado en Neo Club Press en el verano de 2018.