El clasismo cubano, como suele suceder en Latinoamérica, típico de nuestra herencia española, se ha manifestado de diferentes formas. El nuevo clasismo cubano es el revolucionario, ese que otorga a los cubanos de las altas esferas del poder y a ciertos acólitos un estatus social diferente al del resto de la población.
Ahora Miguel Díaz Canel llama a la alta clase castrocomunista, conocida también como “los mayimbes”, “pueblo revolucionario”. La distingue así del resto de los cubanos, es decir, de la clase baja, la misma que protesta en las calles y que él tilda de escoria, de delincuentes y mercenarios pagados por el imperialismo yanqui.
La clase alta cubana, además de los mayimbes del Buro Político y del Comité Central, está compuesta por militares que manejan empresas, los privilegiados que pueden trabajar en empresas extranjeras y en turismo, las boinas negras, a quienes por salvaguardar los intereses del Estado dictatorial se concede una mejor vida, sobre todo buena alimentación, así como por algunos intelectuales y artistas de la elite, como es el caso del millonario Silvio Rodríguez, etc.
Ese clasismo cubano es el peor enemigo de los humildes. Como lo es en Latinoamérica el clasismo oligárquico heredero de los virreinatos coloniales, cuyo legado ha sido el estatismo y su clase dominante, la misma que controla y limita el progreso del resto de los ciudadanos y discrimina a una sirvienta o a un carpintero, a un indio o a un negro, a una persona de “La Güinera”, etc., condenados a la igualdad en la miseria.
Pero algo en común tiene el clasismo revolucionario o castrocomunista con otros clasismos: las formas de vida que reivindica son las que existen en una sociedad democrática capitalista, con la salvedad de que ese nivel está vedado para el resto de los ciudadanos cubanos. Porque este clasismo otorga a la clase alta revolucionaria el privilegio de disfrutar los mejores manjares, vestir las mejores ropas, tener las mejores casas (hasta mansiones), poseer lujosos automóviles y yates, etc.
Sin duda, el clasismo revolucionario cubano, implantado desde principios del triunfo de la Revolución, creó la más abismal diferencia de clases en la historia de Cuba: la de una mayoría igualada en la miseria, como diría Churchill al hablar del socialismo, y una minoría integrada por la cúpula gobernante y sus círculos de poder. En las sociedades capitalistas, por lo general (ya sabemos que siempre existe corrupción, hijos de papá y mafiosos), un nivel de vida del tipo que posee la alta clase castrocomunista se logra con trabajo, estudio, esfuerzo, inteligencia, etc. No hay mayores corruptos, mayores mafiosos y mayores parásitos que los instaurados vitaliciamente por el Estado.
Díaz Canel demuestra cómo un cubano de clase baja puede convertirse en miembro de la minoritaria clase alta cubana: siendo un gran singao, única “virtud” requerida (ya sabemos de los rasgos que distinguen a un singao en Cuba). Por supuesto, no todos los singaos llegan a las altas esferas (hay que ser excelso). En definitiva, el pueblo cubano (la mayoritaria clase baja) no quiere seguir sus pasos y ha salido a las calles este verano a clamar “libertad y el fin a la dictadura”, única vía para aspirar a una vida digna, decente, sin necesidad de volverse un singao.