El caudillito

El caudillo español en Cuba creó, de alguna forma genética, a los caudillitos. Cada cubano tiene un caudillito dentro, una verdad, una razón, una división. Es un asunto psíquico aparentemente hereditario. Aunque el individualismo del líder y el divisionismo como tal son temas universales, que andan de la mano, de España le viene a América Latina. Y en específico, y en mucho, en los cubanos se extralimita para pasar de la divergencia a la disidencia y ya, de una manera muy negativa, a la discordia.

Nos damos a opinar como en un arrebato irrefrenable, en todos los temas posibles, con todos los argumentos que puedan pensarse. Es como que en nosotros prima el sentido del caos… todos opinamos (yo, tú, él/ella, nosotros, vosotros, ellos/ellas, opinamos), con frecuencia, sin control. No se puede negar que el cubano discute de manera afiebrada y escandaliza, y la voz se va a las alturas, una voz por encima de la otra, a ver quién escandaliza más fuerte, y se disgrega en las conversaciones, cambia de tema con una rapidez inusitada, y esto lo hace de una manera natural. Otras, con el sentido también natural de hacer valer una opinión noble y válida, de contradicción armónica.

En este tipo de sustentación con criterio agudo, veraz, de argumentación polarizada pero bien encauzada, la característica del caudillito, ese diablito buena gente que se sale del inconsciente -¿o del consciente?- y se posa sobre tu hombro para decirte cómo van las cosas o por dónde hay que tomar, hace que el hecho hereditario se torne brillante, se conforme en cualidad discrepante que da paso a resultantes de pensamiento múltiple.

De aquí entonces que, con la divergencia y la disidencia, el cubano tenga una potencialidad democrática en su propia naturaleza. Pero cuando ello se distorsiona, cuando el genio del ego sale, entonces asoma ese caudillo hispano de Velázquez, de Cortés o de Alvarado, y el sentido discrepante se convierte en empresa loca, en misión endiablada como la de Lope de Aguirre en busca de El Dorado, en aventura implacable, en sino despiadado y destino adverso, trasmutado por no se sabe qué genética neuronal a Fidel Castro. El carisma del engendro encuentra así, en lo militar y lo político, una vía y voluntad de ser.


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