El general solía pensar que lo vigilaban pero no se atrevía a consultar al médico. De ir a un doctor que no fuera el médico militar que le correspondía por su unidad, la contrainteligencia militar se daría a sospechar. Y de ir, por el médico militar se enteraría la contrainteligencia de que descubrió que lo vigilaban o que sospechaba que era vigilado. Optó por auto medicarse.
Durante diez años consumió el general cuanto fármaco halló en Internet contra las dudas y los malos pensamientos, y en todo ese tiempo ni por casualidad durmió una noche bien. Por sospechar, llegó a pensar que también su mujer y sus hijos formaban parte del complot. Dándole esta sospecha un severo vuelco a su vida, el general no dudó en dar por confirmado algo que venía sospechando de tiempo atrás: por exceso de trabajo o por lo que fuera, había enloquecido: así lo demostraban aquellas nuevas sospechas filiales y todas sus anteriores fantasías. Descubrir esto fue un alivio para el general, pero también un compromiso impostergable. Aunque no manejaba mayores secretos de Estado Mayor, se le hizo muy claro que un general en sus condiciones era un peligro para el Ejército. De modo que un día no pudo con eso. Cerró la puerta de su despacho, besó su carné del Partido y se pegó un tiro. Hacer esto sin permiso de la autoridad competente fue en definitiva la única mácula que quienes lo venían vigilando pudieron al cabo señalar en el hasta entonces impoluto expediente del general.