El arte de matar un toro y sobrevivir a los abismos

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No está muerto quien pueda yacer eternamente,

y con el paso de los años la misma muerte puede morir.

Howard Phillips Lovecraft


Matar a un toro requiere de pericia en el manejo de la transfiguración y la escatología; implica la inmersión hacia una lógica de existencia donde el punto de no retorno es anhelo y credo: la última frontera a defender.    

Lewis Hellman (Luis Jiménez Hernández), en el volumen Cómo se mata a un toro y otros cuentos, percibe [o sabe] que ninguna holladura nos deja ilesos; que el peaje hacia toda transmutación nos deja solos en la querella, o frente a los abismos que solemos reinventarnos para dar sentido a nuestros miedos. Quizás por ello, los personajes que atraviesan estos once relatos se develan desde una signatura común: su determinación a quebrar todo límite y tiempo; su anticipación a la emboscada y a la dentellada que se otorga a cambio de una salvación que no podrá ser canjeada.

Para Silvano Bolaños ‒o mejor, la coreana Sun Hee auto percibida meretriz en una ciudad tan áspera como La Habana‒ el acto de prostituir su “Han” no es un trueque físico, sino peldaños que no llegamos a comprender con certeza (tampoco Bolaños ni Hee) si encumbran o descienden:    

“[…] Silvano Bolaños tiene la vista perdida en el vacío de la pared, siempre supo que este día iba a llegar, que se encontraría sin fuerzas y abofeteado por las perversiones de ella, pero él solo quería abandonar ese odio y rencor que lo abrazaba todos los días, la maldita amargura. Ella había forzado sus pasos, tantos sueños, tantos deseos dentro de su cabeza, años y años desde la adolescencia guiando su mano a los lugares más prohibidos de su cuerpo para convencerlo de que era lo correcto, que un día sería Sun Hee, la meretriz más grande de todas, la puta loca y agresiva que golpeaba a todos, la que los hacía gemir de placer con sus juguetes. La odiaba con todo su Han, siempre hacía lo mismo, maltratarlo, violarlo. Y ahora estaba este indio que parecía un búfalo americano. La golpea y no quiere reaccionar, no quiere defenderse, prefiere aguantar los golpes. […]”.

Esencialmente, las once confesiones que componen Cómo se mata a un toro y otros cuentos tienen como punto de partida un pronunciamiento por la muerte. Pero no desde esa solemnidad trágica que, históricamente, ha servido más como eje de sumisión que de propuesta de liberación. En la percepción de Lewis Hellman, y en los personajes a su resguardo, la muerte no es una nomenclatura que condiciona las decisiones sino un ardid. O más bien un atajo para presumir lo sinceramente importante: que la existencia es una vanidad mucho más ilusoria que la presunta inmortalidad de la muerte.

En las confesiones de Mario Pupo, más que palabras, se asoman las esquirlas del egoísmo humano que tercamente llamamos civilización:

“[…] Mario Pupo suda y vuelve a sudar frente al papel en blanco. Desea lograr una historia fractal que lo lleve a la inmortalidad. En su interior un terrible cáncer lo va llenando de terror y frío. Es el frío de la muerte, el frío cruel que se lleva el sueño y hace que las palabras no salgan, el mismo frío del pájaro mal herido que huye a tientas de los depredadores. Escribe tres palabras, las borra, abusa de sí mismo, su terrible dolor no lo deja llegar a ningún lado. Matemática, eso somos, fractales que se repiten una y otra vez, la tristeza solo con ligeras variaciones, color, sexo, estatura, el existencialismo o no, ese no ser humano que somos y la inmediatez. Lo mágicamente oculto que no nos deja dar saltos como la pared, la enfermedad cuelga irónicamente de las paredes blancas. Mario Pupo siente terror de lo blanco, de los hospitales, hasta de las blancas enfermeras que lo asedian, tómese esta pastillita, tómese la otra, una mueca pequeña, dios, tanto dolor. Tanto corazón herido y nuevamente la pared en blanco, el papel en blanco que lo asedia con odio, con desesperación […]”.   

En Cómo se mata a un toro y otros cuentos también se coquetea con aquella sentencia que nadie tiene capacidad ‒o coraje‒ de pronunciar en voz alta: nosotros no contemplamos al abismo; es el abismo quien nos contempla. Deviene entonces que, para sortear ese marasmo, sea imprescindible transitar el prende, la transfiguración amoral o, si se prefiere, la iluminación ‒el inevitable dolor de crecer, de convertirse en adulto‒ donde se difumina esa línea breve entre sentir y saber. Entre un venado y un hereje próximo al cadalso:

“[…] Nos miramos. Sentimos uno frente al otro como si nos conociéramos de otros tiempos. Ella sabe qué soy, no le importa. Sus ojos muerden la luz con brillo, son la noche intensa de la que no puedo escapar. Nos miramos, sabemos que en el olor del otro se esconde el misterio de los tiempos. La necesidad inextinguible de aparearnos y convertirnos uno en el cuerpo del otro. La huelo en sus partes, huele rico, a carne, a sangre, a celo. Siento como fluyen los líquidos de ella, la monto con fuerza. La aguanto duro, mis pesuñas resbalan con su piel y es un olor que hace que quiera seguir con más fuerza. Es un tiempo breve. Mi cuerpo es un ras de mar, impacto dentro de ella y su cuerpo arrecife resiste. Se estremece. Es maravilloso ser Dios.

No lo sentimos llegar, nunca pude imaginar que terminaría así. Un disparo. Caigo al suelo, me ha fallado mi omnipresencia, aun así, eyaculo. La veo salir corriendo, ensangrentada y con miedo. Se detiene. Mira hacia atrás, quiere volver. No te quedes, corre. Mi cuerpo comienza a cambiar, ¿podrá morir Dios? ¿Acaso esto es una burla, el castigo a mi arrogancia? Dios ha muerto. Grito. Aún soy un venado. El bramar de mi garganta se escurre entre los árboles. Mi transformación se acelera, dejo de sentirme en estado físico. Me vuelvo y no alcanzo a ver al cazador. Mi cuerpo se ha transformado en un halo de luz […]”.

De cualquier manera, Cómo se mata a un toro y otros cuentos es un conjunto de textos que nos enfrenta a un abalorio de cuestionamientos ‒viejos, usados, pero todavía irresolutos‒ relatados sin histeria ni estridencias. Y es que las verdaderas historias, esas que no se narran o transcurren desde las vidrieras de un mercado, se sobreviven desde la sencillez que solo se logra esgrimir cuando el oficio escritural es ya una extensión de la vida misma.

Aunque son relatos escatológicos, esta condición tampoco significa que funcione como mordaza o como definición única o censora. La escritura de Lewis Hellman, al menos aquí, en Cómo se mata a un toro y otros cuentos, es una promesa para abrirnos al aprendizaje, al arte, de matar a un toro y sobrevivir a cualquiera de los abismos. Pero ojo, no estamos contemplando a nuestros demonios personales; son ellos quienes nos contemplan, y Lewis Hellman lo sabe… y nos advierte:

“[…] Me masturbaba frente a ella, esa mujer me había robado el alma. Su olor, las sensaciones, la piel blanca de todas las vacas europeas, pero esta era una vaca distinta. No se quejaba, era mala, lo disfrutaba todo. Paff, el látigo, paff, el látigo, paff se venía, paff la leche manchando el potro. La miraba, le chupaba las tetas, paff, el látigo, le chupaba la pinga a mi esposo en una secuencia. Paff, se orinaba la vaca… Me puse un arnés con un pene inmenso y grueso. Ella no quería que se la metieran, pero la verdad a mí no me importaba. La amordacé, mi esposo se excitaba más y más. Entre los dos nos la singamos, él por el bollo y yo por el culo, le daba con fuerza y sentía cómo el consolador le rompía los pliegues internos y gritaba y lloraba. Se quería soltar, bufaba y mientras más bufaba más yo me excitaba con mi vaca blanca y las tetas que brincaban. Mi marido se vino como un lechón. Se la metía por el culo y después en la chocha y sonaba plaff, plaff, y temblaba. Oriné encima de ella y le restregué el bollo en su cara y me movía con ganas, rozaba en su nariz mi clítoris y me volví a mear y me vine. Agarré una bolsa de nailon grande y la amarré, se le veía el terror en los ojos. La envolví como a una momia y se revolcaba, no sé si de placer o porque quería escapar. Le dejé un hueco entre las piernas y se la metí a la fuerza. Me la singaba, en ese momento yo era más hombre que mi marido, y le tapaba la nariz. No era posible que me gustase una mujer, no era posible que me gustase ser hombre. La agarré por el cuello bruscamente y me la templé hasta el punto en que no respiró más. Ahí tuve un orgasmo largo y sentí en mis dedos la libertad de la muerte. Estoy segura de que cuando mi padrino me dijo que no me involucrara fue porque vio que algo podía pasar. Algo así de malo, me bajé de encima de ella. No respiraba, no había mucho más que hacer. Mi esposo entró en pánico […]”.


Jorge Enrique Rodríguez
Jorge Enrique Rodríguezhttps://www.facebook.com/j.rodriguez.581187
Escritor Freelance, periodista independiente, poeta, promotor cultural, desde hace varios años es uno de los reporteros más activos con que cuentan los medios no oficialistas para informar sobre la realidad cubana. Es corresponsal en la Isla de los periódicos madrileños ABC y Diario de Cuba, y colaborador de Puente a la Vista.

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