El arte de leer es tan agudo como el de pensar. No se piensa a la ligera, no se lee sin el detractor. Por eso la gente que escribe sin pensar en su lector y en leer a los otros se pierde dos cosas: no tener un detractor para ellos mismos y no acceder a lo que los demás piensan.
Y si seguimos así, vamos a los grupos de poetas, escritores, etc. Están los que miran, como guardando su nombre de una opinión. O los que opinan solo si conocen al autor. Los peores son los que tienen miedo a pensar, leer y escribir sobre los demás: se le llama falta de personalidad.
Mi generación (que es la de los ochenta casi con los noventa en Cuba) tiene una ventaja: pasamos hambre en los noventa pero aprendimos con la decorosa hambre de los ochenta. Había solo un poquito más de ración de comida pero fue una época abundante en debates sinceros de literatura, lecturas, teorías literarias y todo lo que fuera debatible. Por eso una vez escribí pensando en todo esto:
Si me vas a leer
Tomo ron con los perdidos,
no hablo mal de ellos,
solo dejo que me enamoren
por las veces que sin saberlo
han sido cobardes
en asumir con valentía
la inutilidad de sus derrotas.
Igual pasa con los amigos
que nunca fueron para siempre,
no es como sacar un muerto a tomar sol
ni danzar en los entierros
de aquellos vivos que enarbolan
su soga al cuello
ni los otros que han dicho
que sus muertes hablan
y se fueron a los ríos revueltos
intentando pescar una imagen ridícula
de lo que fueron.