En la Mesa Redonda del pasado viernes señalaba el viceministro Rojas, eterno aspirante a la poltrona ministerial, que pareciera que el objetivo final de la respuesta de los artistas e intelectuales contestatarios no fuera contra del Decreto en sí, sino contra las instituciones culturales del Estado.
Perspicaz el eterno desengañado, porque no le falta razón: Lo que en definitiva buscamos al oponernos al 349 es quitarle al Estado Totalitario Castrista el papel de supremo validador de la obra de arte, y jerarquizador de los creadores, del que se hizo desde 1961, cuando el Líder Máximo pronunció aquellas tan llevadas y traídas palabras que en esencia no significaban más que esto: “Conmigo todo; contra mí, nada”.
La obra de arte no la puede validar el estado. Tampoco el mercado, de acuerdo; pero no obstante sí es el público que la consume quien la valida según procesos que van más allá de los de oferta y demanda, aunque también los incluyen. La obra de arte es validada como parte del Diálogo Humano, del intercambio constante y libre entre individuos, grupos, sociedades o culturas. De hecho una obra humana se convierte en arte no en base a unos principios determinadores universales abstractos, sino porque la comunidad humana le otorga esa categoría, a través de un proceso infinitamente complejo, que siempre estará un paso más allá de nuestra plena comprensión (es tan imposible una estética absoluta como una ciencia de lo racional).
En consecuencia lo que sucede al dejar la validación del arte y la jerarquización de los creadores en manos de un estado como el nuestro es que la creatividad muere, de manera inexorable. Porque el estado, sobre todo un estado totalitario como el castrista, pretende que no exista ninguna socialización fuera de su control, y procura como su ideal intermediar en toda relación entre los individuos que componen la sociedad en cuestión (individuos-estado-individuo). Y al hacerlo, al intermediar, lo hace mediante un reducido número de reglas de interacción que no pueden más que funcionar como lecho de Procusto para esa cosa infinitamente compleja e irreducible a criterios parciales que es la creatividad humana: al intermediar el estado totalitario mata la vida humana, cuya esencia última es precisamente nuestro espíritu creador, sobre todo porque la vida humana es irreducible a un esquema mental cualquiera.
Cuba es una buena muestra de esa inevitable muerte de la creación, en que lo cuantitativo predomina, pero lo realmente imperecedero falta: Como mismo en cien años no podrá hablarse de una arquitectura de la Revolución, porque todo lo construido por ella se habrá caído para entonces, tampoco quedará mucho de lo “creado” por los artistas e intelectuales “revolucionarios”. Resulta significativo que nuestra literatura no haya producido nada digno de recordarse, excepto lo producido por escritores que se habían formado ya en la República; que incluso las teorías generales que justificaban la práctica revolucionaria cubana no fueran creadas aquí, dónde solo estaban autorizados para reflexionar sobre tan altos temas Fidel Castro y Ernesto Guevara, sino en universidades brasileras, chilenas o mexicanas; o que un movimiento espontáneo de las letras villaclareñas, el de los ochentas, haya muerto precisamente cuando el estado, generoso él, pusiera a “disposición” de aquellos díscolos poetas y narradores una editorial como Capiro, diseñada para domesticar lo que había surgido más allá de las instituciones totalitarias culturales, y por lo cual amenazaba al control total de la vida humana a que aspiraba el Supremo Artista en Jefe(por cierto, no en balde en Santa Clara, donde algunos hasta allegaron fortunas en la tribunas abiertas, o casi se convirtieron en casa tenientes con el concurso de las firmas de sus familiares, los escritores y artistas demuestran tanto apoyo al Decreto).
Es cierto que ya antes había leyes que regulaban lo mismo que ahora viene a regular el Decreto 349. Pero el asunto es que ya no estamos en aquellos tiempos, en que el discrecionalismo de Fidel Castro imperaba, y se imponía sin cortapisas su santa voluntad, porque el país se movía de acuerdo a los desequilibrios de sus fluidos vitales.
Resulta que ahora nos han dicho una y otra vez que vamos a convertirnos en un estado de derecho. Que como ya no está la generación histórica, a la única que le cabía el privilegio del poder absoluto, la nueva dirección del país –quienes sería grave herejía pensar pudieran disfrutar de semejante prerrogativa, ellos, que no hicieron la Revolución, solo la encontraron hecha como cualquiera de nosotros- descentralizará el poder político en un paso de avance hacia su verdadera socialización (hacia el verdadero Socialismo). Y en ese nuevo escenario los artistas e intelectuales progresistas no queremos que sea el estado, ni discrecionalmente, ni por ley escrita, quien defina qué es una obra de arte, quién un creador, a quién se le puede sancionar por intrusismo, qué es lo banal…
Porque a pesar de lo que digan, o se digan a sí mismos algunas de esas “glorias” nuestras que se prestaron para servirle de comparsa a Alipio y su pandilla en la Mesa Redonda, es el estado en última instancia, o sus mandantes más bien, quienes en Cuba definen todo eso; lo que no nos importaría mucho si tal definición no estuviera directamente en relación con el control de los medios y los espacios públicos.
Por cierto, lo de que tal definición el estado la hace en cooperación “estrecha” con nuestros más “destacados” y reconocidos (por el estado) creadores es solo hasta un punto, ya que todos sabemos que si Raúl o Díaz-Canel se empeñan en un criterio contrario de poco le valdrán a Digna Guerra, Enrique Pérez Díaz, Alexis Triana… todos sus argumentos, y en un final tendrán que meterse la lengua en salva sea la parte.
Es más, gente como ellos nacen con la lengua precisamente allí. Porque resulta ser que en Cuba hasta la opinión de cualquier tenientico ignorante de la Seguridad del Estado, asignado en la base a “atender” profilácticamente a determinado sector de la cultura, tiene más peso en la jerarquización cultural que la de muchos reconocidos y destacados intelectuales nuestros.
Es cierto camarada Rojas, se lucha esta batalla contra el Decreto 349 como parte de la guerra por una nueva relación entre el estado y sus instituciones culturales de un lado, y los creadores del otro. Buscamos en un final un pacto en el cual el estado no sea quien defina validez o jerarquías, no nos convierta en los “aficionados” que según declara usted somos todos los que no queremos ponernos bajo su imperio. Porque obsérvese, cuando el señor viceministro se dedica a negar que se vaya a obligar a alguien a someterse al control de las instituciones culturales estatales no encuentra un mejor argumento que recordarnos que en Cuba existe un amplio movimiento de aficionados. O sea, si usted no quiere pertenecer, “amigo aficionado”, nada pasa; solo que a los aficionados no les están abiertos los medios o los espacios públicos. A lo que entonces no podrá argumentarse persecución política, porque por favor, hablamos de “aficionados”.
Una lucha entre los que quieren establecer de manera “legal” el discrecionalismo estatal que en tiempos de Fidel Castro no necesitaba de tantos legalismos, ya que el Comandante hacía su santa voluntad en dependencia de cómo tuviera sus niveles de bilis o linfa, y quienes estamos conscientes de que los de arriba ya no pueden continuar gobernando como quienes los precedieron. Entre los que quieren mantener los privilegios, incluso los más pequeños obtenidos mediante el ejercicio de lo más abyecto (pagos, viajes, casas, licencias para regentar establecimientos recreativos… pero sobre todo el privilegio de no ser molestado por los compañeros que “nos atienden”, lo que ya es un gran alivio en medio de esta atmósfera de miedo y desconfianza), y los que deseamos un nuevo pacto social en Cuba.
En definitiva la posibilidad de un nuevo intento histórico de hacer las cosas bien, solo que al modo de los que ahora estamos vivos, no de los muertos, porque Cuba no es China en que aquellos dominan desde sus tumbas a los que aún alientan. En Cuba un pedrusco no puede gobernar.
Una lucha entre el autoritarismo y la democracia; entre el estatismo de “formación asiática” actualizada y el verdadero socialismo.
Eso es lo que hay realmente detrás de la oposición de un amplio sector de nuestros artistas e intelectuales, no esas villanías que los castristas siempre están dispuestos a achacar al otro, por el aquello de que todo ladrón cree a los demás de su misma condición.