Del Nudo Gordiano y otras sublevaciones

Jamás aprendas a defenderte de las ramas que no te sostienen. Como yo lo aprendí, con la agonía del firmamento en la laguna, jamás.

Francis Sánchez ‒Vertical


La poesía como forma de rebelión; como discurso que se opone a las circunstancias del desarraigo; como legitimación de esa cólera que desanda el desterrado. La poesía como reclamo de libertades es también posible. El poemario Nudo Gordiano, de Whigman Montoya Deler, lo demuestra a cabalidad y desde una eficacia poética que únicamente se logra cuando la sinergia entre autor y escritura, al unísono, rebasa los escollos de la gratuidad literaria.

Nudo Gordiano no es un libro de ordalías, sino de esas otras premisas que no esquiva la aspereza implicada en toda sublevación: el rompimiento con las reglas de un establo que impone la sumisión y los recatos como fórmulas de existencia. Ante esos límites se rebela el poeta ya en los versos de su primer cántico, La Casa de las Hojas (la sede del miedo):

“La culpa no es de la Casa de las Hojas

sino de los habitantes de la casa-isla

y los desmochadores.

La culpa es del tirano”.

Más que una escritura que cincela sus emociones desde una distancia obligada ‒la terrible diáspora como sitio de todos y de nadie‒, los textos que reverberan en Nudo Gordiano replantean toda visión poética anterior respecto a una isla ‒sede del miedo y del sesgo‒ enemistada consigo misma. Sin embargo, estos textos tampoco se forjan como lamentaciones hilvanadas a destiempo, ni buscando el escarceo o la expiación, sino que advierten sobre esa certidumbre inmisericorde donde solemos evadirnos, en tanto nadie es poeta de sí mismo. Tiro al blanco, un poema de soberbias, sirve como umbral hacia un destino que duele, pero también salva:

“Una tierra

rodeada de otras tierras no hace puerto

tampoco

una

con un pedazo de mar

te hace marinero.

Puedes vivir en una isla

y no conocer el puerto

los peces

incluso

no conocer la sal que seca y salva.

Aun así

el Martín Pescador

que vuela

y atrapa con los ojos cerrados

en un lago o río

vuelve

a la misma rama

seco

con su presa”.

Al igual que Alejandro Magno ante el reto de su nudo gordiano, Whigman Montoya Deler enjaeza su decisión ante la emboscada de resignarse o rebelarse. Trasciende la opacidad que contuvo el gesto del conquistador ‒“es lo mismo cortarlo que desatarlo”‒ para negarse al silencio de discursar la isla que lleva dentro; pero no la isla que recuerda, ni aquella otra que bien podría fabular desde cualquier prerrogativa o motivación. Prefiere cercenar su dilema, su propio nudo, desde el dolor que rezuma ser abandonado por la isla y, aun así, erigir una voluntad que nombra Esquejes:

“Si acaso pudiera ser como un arbusto

preferiría la Acacia del Negev

de mi inhóspito sur erosionado.

Si tuviera tan sólo pocas ramas

cortaría primero los brotes

algo similar a una uña

siempre por debajo de un nudo

quizás una falange:

el nacimiento de un hijo

bien vale perder parte de un dedo.

Si no brotara, quitaría las ramas tiernas

tal vez mi labio inferior que tanto adoras

o mi lóbulo de Buda.

No importa que se vaya la suerte

con tal que me naciera un hijo.

Si tampoco se diera

renunciaría a los tallos más gruesos y fuertes

¡seguro serían mis manos!

qué importa si no escribo unos versos

tan solo si tuviera un hijo.

Aún, de no nacer, amputaría las estacas

tan seguro como todavía estar de pie.

Qué importa que mañana no pueda

si de un brote, una rama, un tallo

o una estaca, me naciera un hijo”.        

Narrar el origen, sin importar si este trasciende o vacila ante la mordedura del destiempo, requiere entregar el cuerpo hasta ayer invicto. Vetar el origen, oficio fácil que se ampara tras la renuncia, apenas demanda el esfuerzo de sellarse el alma. En Nudo Gordiano no existe el silencio. Allí están todos los gritos contenidos que la Historia dejaría huérfanos en pos de una épica vacía en sus propios alardes. El poeta sabe los riesgos que entraña reinterpretarse a sí mismo. Sabe que transfigurarse en hereje conlleva sostener todos los llantos; todas aquellas reminiscencias que no envejecen, que acechan, que hieren en ese costado vulnerable donde agoniza la fe y el reencuentro con alcoholes menos feroces.   

Un texto como El fusilado más hermoso del mundo, no es un remordimiento, sino un recordatorio del precio a pagar cuando te debes a la inclemencia de “ser” y “estar” cuando los árboles deciden deshojarse a despecho del poeta y de los muros:

“Ni aun marcados por las balas

los muros de piedra dejan de ser de muros

ni las piedras dejan de ser piedras.

La tapia a sus espaldas

miles de ojos afilan sus cañones.

No hay desnudo más bello que el de la piedra

sobreviviente a los siglos

la ola o el viento la desviste y cincela

el faro y la isla por testigos.

Yo también tiré la piedra

escondí la mano del decreto

en mis profundos agujeros

mano-tubo de lava

luego

garra de mis deposiciones.

Él era el fusilado más hermoso del mundo

lo desnudó mi palabra reductora

pero él estaba ahí

como una estalagmita que sale de su cueva

propia luz

con su verdad de a gota.

Ni aun abrazado por los plomos

su cuerpo de sangre dejó salir las balas

él fue su propio muro

pecho de muro”.

Leer Nudo Gordiano no deja lugar a la indiferencia. Nos obliga a sangrar por el devenir, si es que acaso logramos librarnos del simulacro del presente y de los fetiches individuales que nos marcaron el pasado colectivo. Es un poemario que nos impone una deuda, sin apenas margen para intentar saldarla. Un poemario que, semejante a un rosario y sus veinte misterios, nos devuelve la gratitud por aquellos que, como Whigman Montoya Deler, alzan su voz poética por nosotros y para nosotros:

“Atados de pies y manos

un nudo en la garganta.

La pena, el hambre

o simplemente el amarre sobre nuestros pasos

en la colegiala: su cabeza y su cinta

o el nudo del kimono viril

devenido metal en la cintura espía

ese que te regula tras la puerta de tu casa

a la salida de tu patria o a la entrada.

Tantos nudos pueden ser tan intensos

/que desaten

pisemos los cordones

y no podamos agacharnos.

¡Tanto nudo gordiano debe ser cortado!

¡Tanta mano y poco filo!

Un Alejandro

da igual cómo se haga

pero uno grande

frente al que ató con astucia

a una isla

su lanza y su yugo”.