La intelectualidad nació en Europa medieval a partir de una semilla católica, humanista, “revolucionaria”. El ser humano de cerebro cabalgante, corcoveante y poderoso, es un resultado de milenios de uso de las manos y de coordinación mediante la palabra y la acción en la partida de caza. La sinergia fue milagrosa, enérgica y emergente. Ocurrió mediante miles de años de artesanía y convirtió al ser pensante en un “producto” excelso de la civilización. Excelso, pero defectuoso y vulnerable. Muy a merced de los terremotos sociales y naturales, cuando lo culturalmente más excelso es lo primero que se tira por la borda en la guerra y en periodos de crisis, y lo más cuestionado en círculos pensantes.
Lo anterior explica por qué luego, raíz, tronco y las ramas más gruesas de la intelectualidad han tendido al pobrismo, al buenismo y a ser dinamiteros de la propia cultura. No es extraño que a la intelectualidad le cueste tanto desprenderse de sus mitos fundacionales. Y estos abrevan siempre en el origen pobre e igualitario.
Es extraño con el intenso fulgor de odio-amor que el ser humano manual mira al cerebral. ¡Cuántas veces un vil y tosco pelotón de soldaditos ha cercenado la vida del sabio! ¡Cuántas veces el tosco labriego o la porcina masa medieval han incinerado en hogueras a visionarios, excepcionales, adelantados!
Por lo general ha habido dos grandes tendencias en el pensamiento occidental, como si pretendieran recorrer el mundo por dos senderos. Llamémosles el de las artes-humanidades y el de las ciencias-ingenierías. Es enorme el divorcio entre estos dos pensares, decires, haceres, su manera de concebir la sociedad y su propiocepción (como perciben su papel dentro de los grupos humanos).
El arte tiende al ensueño, al vuelo, a ver el universo en verso. Cuando lo maneja un verdadero creador, logra obras que sintetizan y mejoran lo humano. Los primeros artistas parecen haber sido a la vez brujos.
La ciencia tiende a la fórmula. Es un fenómeno social reciente, aunque hay intentos de vuelo científico desde hace miles de años. La ciencia tiende a ascender por etapas, integrando conocimientos en concepciones, proyectos e ingenios, mapas, algoritmos. En su creatividad, sin embargo, hay algo de brujería y mucho de arte.
En sociedades de relativo poco nivel evolutivo (comunismo primitivo, esclavismo, comunismo cristiano, socialismo inca, feudalismo europeo), las expresiones artísticas eran religiosas, y casi exclusivamente la manera en que la cultura miraba los dogmas religiosos. Las ciencias estaban en estado embrionario. Pero cuando ya la tecnología deja de reptar a la velocidad de los martillazos de un herrero, surgen toda una serie de inventores, científicos e ingenieros, que van creando cuerpos de conocimientos que aumentan notablemente la productividad en fábricas y en la economía en general.
Hoy es la Ciencia-Tecnología la columna vertebral de la civilización. Tanto brujos como artistas aún creen tener algo que aportar. Y lo hacen.
Las manos odian al cerebro
Carlos Marx pretendió que el ser humano que trabaja con las manos es el que está destinado a ser el constructor del futuro. En una lectura de la historia humana, nada más inexacto e improcedente. Fue uno de los intelectuales que con más inquina acusó de brujeros a los intelectuales, y los dejó preparados para todo tipo de persecusiones, acusaciones, degradaciones desde los predios de las masas aldeanas, artesanas, manualeras.
Sus planteamientos absurdos eran muy convenientes a movimientos obreristas y a las intrigas posteriores de las Internacionales Comunistas, servicios secretos rusos, chinos y todo el que pretenda dinamitar Occidente desde su historia.
Luego de las evidencias que Jrushchov tuvo el valor de develar en 1953, la intelectualidad mundial no rectificó claramente sus concepciones. El veneno intelectual no fue extraído del cuerpo social. La intelectualidad occidental, obtusa y tozudamente, apenas rectificó algunos grados el ángulo de sus consideraciones. ¿Cómo es posible esto?
Somos esencialmente seres prospectivos. Con cerebro y alma hemos ido emergiendo desde el polvo y fango de los eones, para pretendernos como criatura arbolada con algo más que sensorialidad animal. Ello lo asume de manera primitiva e individual el brujo tribal, luego por milenios lo enarbola la intelectualidad artística-humanista, y hoy además eso se estructura sistémicamente en el complejo modular científico-tecnológico, cada vez más coherente y planetario, construido por partes como nunca antes había ensamblado nada el Homo sapiens.
En la partida de caza, eran el grito y el gesto los que nos sincronizaban; ahora, es el método y las leyes científicas. Aunque parte de la civilización depende del grito y del gesto, las artes, la educación concreta, el plano repetible de científicos e ingenieros. Pero nunca está de más la licencia de las humanidades.
El brujo angustiado
En realidad, todos y cada uno de los seres humanos normales tienen adentro algo que los impele en mayor o menor proporción a creer que: ¡Yo puedo reordenar el entorno! ¡Mi mente es capaz de ordenar el aquelarre social! ¡Yo soy capaz de reordenar el mundo! Si ello no es decantado o cribado con la duda sistémica o cartesiana, el pensamiento puede llegar a ser bastante turbio y hasta conducir a comportamientos que serían de pura arrogancia intelectual. Ese es el caso de los grandes dictadores, que no solo exponen sino también imponen sus ideas, con discursos encendidos, pero también con cimitarras, jenízaros, camisas pardas, SS, brigadas de respuesta rápida y comunas.
En algunos intelectos, políticos y artistas, esa cuota de arrogancia intelectual que no es escardada por el Método Científico puede llegar a ser patológica. Las culturas que no tienen defensa para estas patologías suelen ser desmontadas desde adentro. El proponente puede constituirse en un verdadero biocida (a veces genocida) que, en nombre de la vida, el progreso o su sagrada verdad, dilapide, asesine o subyugue.
Este es claramente el caso de Stalin, el Hombre de Acero, que en realidad era un hombre de acción e intrigante (un hitman) que se consideró a sí mismo el brazo ejecutor de la dictadura del proletariado. Ello le costó más de 40 millones de vidas a los soviéticos, incluyendo sus mejores intelectos.