Ardió Troya. Al canciller ruso Sergey Lavrov se le ocurrió decir que Adolfo Hitler “tenía sangre judía” en un programa de la televisión italiana. El señor Lavrov se ha metido en camisa de once varas. Esa era la cárcel de tela gruesa que les ponían a los locos furiosos hace muchos años; el objeto era que no se hicieran daño, o acaso, que no dañaran a sus vecinos. Hasta el dictador Vladimir Putin tuvo que excusarse en una conversación con Naftalí Bennett, Primer Ministro de Israel, que se toma esas cosas en serio, y hace muy bien.
La “sospecha” de judaísmo no era sobre Adolfo Hitler, sino sobre su padre, Alois, un señor mal encarado, con un bigotazo impresionante, que solía maltratar a Adolfo. La madre de Alois, María Anna Schicklgruber, fue la abuela de Hitler. Aparentemente, fue en calidad de sirvienta a la ciudad de Graz, a la casa de una familia apellidada Frankenberger, y allí tuvo una aventura con un muchacho de 19 años (ella tenía 41), supuestamente llamado Leopoldo. Salió embarazada y Alois tuvo el apellido de su madre en todos los documentos oficiales. Era, como escribió el cura que lo bautizó, “ilegítimo”.
Hasta que se lo cambió por “Hitler” en 1876, muchos años después de la muerte de la señora Schicklgruber, ocurrida en 1847, cuando Alois tenía solo nueve años. La dama jamás reveló quién era el padre de su hijo. Se llevó el secreto a la tumba, pero no hay indicios, ni siquiera de que estuviera en Graz, o de que existiera la familia Frankenberger.
Adolfo Hitler nacería en 1889, casi medio siglo después de que muriera su abuela paterna. Cómo Alois eligió el “Hitler” es también curioso. (Nunca sabremos qué le hubiera pasado al pueblo alemán si las palabras rituales de la secta nazi hubieran sido Heil Schicklgruber). Alois Schicklgruber mantuvo cierto afecto a Johann Georg Heidler, casado con su madre en 1842, cuando él tenía cinco años. A los 39 años de edad decidió cambiar el apellido por el de su padrastro, pero en un no-tan-raro error de pronunciación compareció el Hitler, y Alois prefirió no rectificarlo. A fin de cuentas logró su objetivo: desaparecer su condición de ilegítimo.
Comoquiera que se espera de los periodistas que den su opinión sobre casi todas las cosas, creo que el padre de Alois (y, por lo tanto, abuelo de Hitler) era Johann Nepomuk Hiedler, hermano menor del marido de Schicklgruber. Un hombre casado con una rica heredera que no era posible mencionar sin que se armara un lío monumental. Es decir, no existía el menor indicio de que Hitler fuera “medio judío o un cuarto de judío”, como decían las reglas de los nazis.
De la misma forma que hoy se persigue a George Soros, y le inventan historias a diestra y siniestra (especialmente a siniestra), no podía faltar la paternidad de un Rothschild. De manera que a Salomón Mayer von Rothschild, un banquero alemán dedicado a Austria, a quien le fuera otorgado el título de “Barón”, le han achacado, sin pruebas, ser el padre de Alois Hitler y, por lo tanto, el abuelo de Adolfo.
Bastaba que fuera un Rothschild, una prominente familia asquenazí dedicada desde los siglos XVIII y XIX a las finanzas europeas, para que surgiera, otra vez, la historia de los “Iluminati” y se desencadenara una delirante ficción. Son los ingredientes principales de todas las teorías conspirativas: banqueros judíos, historias de cama, paternidades no reveladas, gentes muy famosas y un larguísimo etcétera.
Para “sacar la pata” de donde la había metido, Lavrov dijo que el antisemitismo “era cosa de judíos” y la introdujo mucho más profundamente. Con seguridad se refería a Sobre la cuestión judía, un ensayo de Karl Marx profundamente antisemita, en que refutaba a Bruno Bauer, un “hegeliano” que había influido mucho más que él en el terreno de la filosofía alemana. Al año siguiente, en 1844, Marx y Engels le dedicaron todo un libro, La sagrada familia, dirigido a Bauer y sus “consortes”. En esta oportunidad le cayeron encima a Lavrov los periodistas, teólogos y gente aún mucho peor. Hasta donde sé, no ha vuelto a insistir en el tema.
Probablemente, Lavrov, que ocupa el cargo desde el 2004, está a la espera del cese definitivo. Cuando Vladimir Putin recuerde que “los ministros son como los fusibles … se cambian en mitad de los apagones”, como suele decir un exjefe de gobierno boliviano, y quiera culpar a alguien del papelazo que está haciendo en Ucrania, tiene la cabeza de turco ideal: el Ministro de Relaciones Exteriores. No hay mejor chivo expiatorio.