Decía Kant: “La Ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable”, siendo esta “la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona, y su causa no es la carencia de inteligencia, sino la falta de decisión para pensar sin ayuda ajena”. ¿Estará el pueblo cubano en una puerilidad mental definitiva?
Luego de casi seis décadas de igualitarismo, puede que lo más complejo a revertir sea la superficialidad mental que ostentan muchos hoy en la Isla, lo cual describe un fenómeno similar al que mencionaba Kant tres siglos atrás.
Según Pareto, solo el 20% de la población —en donde se ubican los emprendedores, y en muchos casos los más preparados— tira del resto de la sociedad. En Cuba un número importante de esos aventajados escapó y ha estado escapándose desde inicios de la desventura comunista; entonces no fue difícil para el nuevo régimen imponerse y robarle la capacidad de análisis a los convertidos, los engañados, a quienes no les quedó de otra y, por supuesto, a la gran multitud.
Siendo principalmente estos últimos quienes, por escoger el camino fácil, y usualmente a la espera del estado benéfico —“ahora sí nos van a ayudar”—, cayeron primero cautivados y luego cautivos de los peores demagogos de la historia, los defensores del igualitarismo.
¿Qué quedó para las nuevas generaciones que solo entienden el mundo desde la visión que establece la izquierda y sus fundadores, cuya engañosa solución promueve que un grupo selecto procure los recursos de todos?
A excepción de aquellos que se las han agenciado para desafiar lo orientado, o se han vuelto expertos en oportunismo de subsistencia, sobrevive allí un pueblo inmerso en la desinformación, la mediocridad e incapacitado para localizar la verdadera causa de su desgracia, de nuestra desgracia.
Entonces cabría preguntarse: ¿Por qué fue apoyado ese “linaje”, al cual no le ha importado destruir el mismo país que dirige? ¿De dónde provienen todas esas ideas y cómo ha sobrevivido semejante especie?
En contraposición a quienes, entre las luces del siglo XVIII —Descartes, Locke, Newton, Rousseau, Kant—, sí defendieron los derechos del individuo, arriban, al desfile de los críticos del poder, ya para el siglo XIX, los abogados de una nueva y “atractiva” teoría, el colectivismo. Marx, Engels, Bakunin, Kautsky, por mencionar algunos.
Se entablaba la controversia fundamental de la era moderna. Todos buscando explicar cómo vivir mejor acá en la tierra. Y el origen de esta divergencia está determinado por el hecho de: ¿Qué orden asigna cada línea de pensamiento a la hora de estructurar sus principios, sus valores?
En paralelo a la construcción de ese escalafón, fueron desarrollándose argumentos entorno a: ¿Qué realmente es más humano? Si, por un lado, adjudicar al Estado, para que entonces sea este quien auxilie a las mayorías, a merced de imponer una corriente de pensamiento común. O, en su defecto, promover una sociedad donde las personas sean libres de tomar sus propias decisiones, dentro de un marco legal que penalice las acciones incorrectas pero que a su vez proteja los derechos individuales, y de esa forma todos escojan sus creencias, se expresen y se asocien libremente.
Los colectivistas abogan por la igualdad. Para ellos, los justo es que todos accedamos a un número similar de riquezas. Luego entonces “asistir” es la fórmula para lograr este equilibrio necesario. Modo en el cual el gobierno debe primero apoderarse del país y luego asumir la tarea de repartir.
En contraste, la denominada “derecha” coloca como prioridad la libertad. Es decir, el derecho de toda persona a decidir sobre sus actos y su pensamiento. Que a su vez implica compromiso individual pues es uno mismo, y nadie más, el único responsable del camino. Siendo entonces el gobierno un grupo elegido de forma temporal, pagado por el erario público —es decir por nosotros— y que se ocupa de los asuntos de interés general.
De manera que, según sea la naturaleza del grupo en el poder, se impulsa el progreso social y económico o, en su defecto, la involución de cualquier nación. ¿Por qué? Pues porque el Estado posee la potestad para establecer las normas que regulan toda sociedad.
Entonces nace la curiosidad: ¿A dónde ha llegado cada grupo?
Cuando uno examina a largo plazo una y otra perspectiva, puede arribar a lo siguiente: En las sociedades cuyo gobierno es capaz de implementar políticas que fomenten la iniciativa privada y su gestión propicie que incluso quien vive solo de un salario y sepa administrarse sea pieza activa de la economía y pueda progresar, en las cuales además se preserven las libertades individuales —condición básica para que ocurra lo anterior—, se producen, sin duda, los mejores resultados.
Pero, ¿por qué fomentar la iniciativa privada, a los emprendedores, y no dejar que la economía centralizada, asistida, lleve el peso de la nación?
Pues es el crecimiento de la empresa privada, y no otro, quien trae más empleo, quien nutre al mercado con probada eficiencia de bienes y servicios, quien provoca que, mediante la libre competencia, es decir, el concurso de muchos ofreciendo lo mismo, se regulen los precios y los oferentes tengan que vender no al precio deseado, sino al del mercado.
¿Quién decidió eso? Nadie. O mejor, todos los que acudimos día a día a un mercado libre como consumidores, como proveedores, como empleados, como empresarios, como fuerzas que actúan en sentidos opuestos y que terminan equilibrándose. Por supuesto, es un proceso cíclico que sufre contracciones frecuentes, pero lo importante es recordar su esencia, su mecanismo pivote.
¿Qué encontramos en el bando opuesto?
Sociedades como la cubana, donde un clan con desmedido egoísmo se hace de los medios de producción, centraliza la economía y pasa a ser el único proveedor y distribuidor de recursos. Sociedades que terminan quebradas. Tal y como predijo Mises y comenzaba a reconocer el propio Lenin en una alocución pública casi al final de su vida.
Y finalmente, ¿por qué los sistemas colectivistas pudieron apoderarse de ciertos países? Veamos un par de posibles causas.
El capital y su libre empresa entran en la historia occidental dentro de un panorama zanjado en dos. Desde hacía mucho, convivían unos pocos aventajados de un lado y muchos con ingresos de mera supervivencia por otro. Sobre esa horma se insertó la sociedad moderna. Desproporción que aún persiste en muchísimas regiones.
Ese paisaje quebrado es, desde que el hombre vive en comunidad, caldo de cultivo para los populismos. Ha habido toda clase de escenarios propicios para que ellos ocurran. Dentro del último siglo, destacan la Rusia de 1917 y el capitalismo latinoamericano de los cincuenta (1950’s). El denominador común es que las mayorías tienen muchas necesidades y no quieren tomar el camino largo, sino que precisan de sustento inmediato. Es ahí cuando aparecen los líderes con la intención de mostrar el mejor modo, y a quienes es más cómodo trasladar la responsabilidad.
Igualmente, la faena del defensor de izquierda es muy agradable ante todos. La prédica es siempre dadivosa, asistir al pobre, repartir los recursos y con frecuencia aparece un culpable de las desgracias, un enemigo común.
Sin embargo, para el pensamiento liberal, de derecha, siendo la libertad quien encabeza las prioridades y no el igualitarismo junto a la imagen de que el Estado te asista, la labor es mucho más difícil. Esa idea del esfuerzo individual, donde tienes que cargar contigo mismo y los resultados suelen llegar a largo plazo, o tal vez nunca, y en muchos casos hay que aprender a levantarse múltiples veces, es una visión que convence a muy pocos.
Mientras tanto, allá en la isla de las notas informativas y los balcones por lunetas seguirán creyendo que Marx descubrió la economía política, que Lenin resolvió la hambruna con discursos y no descentralizando la producción, que Stalin ganó la guerra, que el populismo, al rescate de la dignidad del pueblo alemán, no parió el nazismo, que aquel se tiró del tanque durante y no después del ataque, que la Casa Blanca nunca acordó no invadir Cuba, que en el pueblo había cien Camilos, que la política es una palabra improductiva que nada tiene que ver con la economía, que la Ley de Ajuste fue más fuerte que el desajuste total del país y que el bloqueo tiene los salarios bajos, los hospitales sucios y los anaqueles vacíos.