Los ataques de Al Qaeda a las Torres Gemelas y el Pentágono, de los que este viernes 11 de septiembre se cumplen 19 años, revelan cómo una sociedad como la norteamericana –esa tan denostada por el castrismo por aparentemente insolidaria– es capaz de solidarizarse y pasar de la individualidad a la acción colectiva inmediatamente, sin detenerse en la retórica.
La caída del World Trade Center desvela algunas de las ventajas de la sociedad abierta, que podrían resumirse en una sola (una que los detractores de la democracia occidental han utilizado de bumerán retórico contra la autonomía del sistema): la solidaridad. La sociedad abierta es verdaderamente solidaria porque es verdaderamente voluntaria.
Escribía Eliot Weinberger, testigo presencial de los atentados en Nueva York, poco después del desastre: “La respuesta ha sido un torrente emocional de ayuda a los rescatadores, los bomberos, los médicos, los albañiles y la policía. Cuando pasa un convoy de auxilio la gente en las aceras aplaude. Se ha donado tanta comida que ya los oficiales están pidiendo que cese la ayuda (…) Amigos y gente que casi no conozco y con los que me he encontrado a lo largo del día (12 de septiembre) –personas que saben que no vivo a una distancia riesgosa del World Trade Center y que además habría sido muy poco probable que me encontrara allí– me han abrazado diciendo: ¡Me alegra mucho que estés vivo!”.
El mundo libre es el mundo voluntario. La solidaridad voluntaria resulta, a fin de cuentas, la única solidaridad. Tal vez por eso toda clase de totalitarismos, como el vigente en Cuba, dedican tiempo, esfuerzo y recursos a publicitar un altruismo ficticio, basado en una retórica del sacrificio a fin de cuentas inmoral, porque coloca lo aparente, el maquillaje discursivo, por encima de lo genuino.
Un Estado totalitario, como es el caso del cubano, está en condiciones de enviar miles de médicos, maestros, combatientes o tecnócratas a otro país necesitado con el objetivo de vender una imagen solidaria, de suficiencia moral, que lo legitime políticamente o le posibilite influir en determinado organismo internacional. ¿Cuántos de los enviados, sin embargo, se habrían ofrecido voluntariamente, sin que mediara interés personal, mecanismo instituido por el poder o presión de cualquier tipo?
Frente a la sociedad obligada, totalitaria, falsamente igualitaria, la sociedad voluntaria emerge como la alternativa menos mala de cuantas existen. No es la ideal, pero no lo es porque está sujeta a constante modificación y perfeccionamiento, porque se reconoce heterogénea, dinámica, individualista –tanto en la mejor como en la peor acepción de la palabra–, porque está basada en lo que realmente somos. Lo demuestra el 11-S.