En los observatorios astronómicos chinos se anotó esa noche un raro fenómeno en la esfera celeste. Los hombres de ciencia, los técnicos, se limitaron a inscribir en sus tablillas el dato. No sabían que levantaban el acta notarial del nacimiento de un Niño que era el Enviado Plenipotenciario, un especialísimo Embajador de los poderes del Cielo. Los chinos fueron, en este caso único, los notarios de Dios.
Lo peculiar, lo distinto y único de este Niño nacido ese día y ese año, era el estado puro, no dañado ni gastado por la historia, de la Encarnación contenida en todo niño que viene al mundo.
Jesús era un nuevo Adn sin mancha, un Enviado a convivir con el viejo y desorientado Adn vuelto de espaldas a Dios por entregado a la Historia, a las costumbres meramente cotidianas y rutinarias, al espejismo de creer que el destino del hombre es participar en el poder material sobre el mundo físico y nada más.
Esa postura u ocupación de vivir de espaldas a Dios producía la ilusión de libertad y de poder mediante el desligamiento o ruptura con la Divinidad, llámesele a esta así, o Poder Supremo, o Naturaleza, o Fuerza Creadora, u Origen. Era evidente que el hombre existía por un permiso (Foucault decía «el formidable permiso de ser hombre») materializado en una Alianza entre el Creador y la Criatura. Esa Alianza fue rota por el hombre, porque el hombre es esencialmente un ser libre, pero no libre en la naturaleza como el animal, sino expresamente libre para aceptar o no la Alianza, el pacto o puente que une (liga y religa, de ahí religión) al hombre directamente con su Creador.
Atención: esa personalidad ambivalente de Cristo, que se hace hombre sin dejar de ser el Enviado, el hombre de confianza de Dios, es lo que permite la posesión de datos estrictamente históricos sobre el proceso de su vida entre los hombres y sobre el porqué de su inmolación visible y material.
El hombre de aquel siglo, como el de ahora, sólo tenía ojos e interés por lo político. Recibe a aquel extraño ser, que siempre parecía no estar cuando estaba y parecía estar cuando no estaba, con el errado regocijo de quien cree que ha llegado su libertador político, el hombre que irá delante del pueblo, arma en mano, a arrojar de la patria al invasor. El Domingo de Ramos (recuérdese que todo es real y simbólico, hecho y metáfora al mismo tiempo en la vida de Cristo entre los hombres), le reciben en apoteosis. Pero Él, que conoce la verdad, que es la verdad pura, llora entristecido porque dentro de poco va a decepcionar a aquella gente.
Él viene a libertar, sí, pero no del poder político opresor, sino de otras opresiones. Porque de quien se ha vuelto esclavo el hombre, el vuelto de espaldas a Dios, no es del romano ni del persa, sino que es esclavo de sí mismo, prisionero dentro de la cárcel que él mismo ha fabricado y lleva consigo dondequiera que vaya. Cristo quiere libertar al hombre, pero no del poder político del romano a secas, sino de la esclavitud en que se vive cuando se vive desligado de Dios.
Y como no se percibe por la generalidad de los mortales la naturaleza dual de Cristo, se le entrega al poder material del romano, el poder jurídico y policíaco, a cambio de la puesta en libertad de un activista político, de un luchador contra el poder político opresor de su pueblo, Barrabás. Esta elección estaba contemplada por las leyes vigentes como una alternativa que el poder ofrecía en ocasiones al pueblo sojuzgado. El líder político queda en libertad, y el apolítico, el defraudador de las esperanzas erradas, es sometido a la aplicación minuciosa, exacta, de lo que la Ley Romana, el Código Penal del Imperio, prescribía para estos casos de desacato al poder. Es la ley romana la que mata a Cristo.
Todo lo que cuentan los evangelistas está registrado en los viejos textos de Derecho Romano. La esponja con vinagre, el lanzazo en el costado, la fractura de las rodillas, el llevar a hombros desde Pretorio hasta el Calvario el travesaño de madera con el que se va a crucificar al reo en el patíbulo –el trozo de madera que permanecía clavado firmemente en el suelo desde que se introdujo en Palestina la muerte por crucifixión del reo, viejísimo procedimiento romano–, todo lo que se evoca al hablar de la Pasión y Muerte de Cristo, pertenecía al mundo de la política, al mundo de los hechos reales de los que el periodista ha de dar cuenta objetiva a sus lectores.
Cristo es sujeto pasivo de la actuación materialista, politizada y mezquina, desdivinizada a tope, del hombre común, del esclavo de su estrechísima prisión. Las palabras que pronuncia no se deben a los dolores físicos, porque su cuerpo carnal es en realidad una apariencia y nada más. Cuando dice «aparta de mí este cáliz», no está pidiendo que se le ahorre dolor a su carne y a sus huesos. Para Él el cáliz de amargura es la contemplación de la conducta de los humanos, la abrumadora evidencia del mal que aún predomina en el hombre y gobierna su utilización falaz del albedrío.
El cuerpo del hombre que Él echó sobre su espíritu, muere en la cruz. Pero ese hombre ficticio, esa «herramienta de trabajo» que Él materializó ante los ojos de cuantos sólo ven el bulto y la carne, no era Cristo. El Eterno tomó por un instante la apariencia de un ser perecedero y efímero, para trazarnos el sendero por donde nos sería dado recorrer el camino que conduce de la tierra al cielo.
Una primera versión de este artículo apareció en 1989. Cortesía El Blog de Montaner