La conciencia, entre tantas cosas, es imaginación también (flujo creativo del ámbar) y, de hecho, es intuición; y la intuición por proceder del ámbar es energía, fuerza impulsora de un sueño que responde a un mundo de percepciones. Y estas percepciones conforman el estímulo que viene de la conciencia. Así, las intuiciones contribuyen al mundo percibido, y por percibir, cuando son factibles de asociaciones. Es como poner a funcionar la creatividad de una dimensión propia.
De esta manera, la intuición es un recurso de la conciencia que está vinculado a la memoria ancestral, a los mitos y arquetipos del inconsciente y a la memoria histórica de la persona, y cuando la conciencia propone una serie de imágenes que pueden ser separadas (distanciadas unas de otras, independientes, digo), pero al mismo tiempo esa forma de pensar tiene un carácter repetitivo, hablamos entonces de intuitividad; es decir, hablamos de “la búsqueda de un acercamiento a una sistematización ex profeso, de pura intención, por querer decir cosas importantes del mundo mediante la intuición” (1).
De esto se desprende la asociación de ideas como una manera más de corresponderle a las percepciones del mundo exterior, incluso creando ya nuevas percepciones que van de lo interno a lo externo de la conciencia. Por ejemplo, cuando un carpintero imagina un mueble, al interpretar un plano, y toma diferentes objetos como la madera y el aluminio —en su percepción de la madera y del aluminio— para construir una silla, que tendrá después una nueva percepción para él: la percepción “silla”, que estará compuesta de otras percepciones dejando ver ya la imagen del mueble como percepción mayor imaginada que partió creativamente de la conciencia (2).
La energía es alma y es conciencia, impulso y acción; origen que viene de los resplandores oscuros y remotos de los primeros tiempos de la Creación; ondas y frecuencias de colores, presente constante que se anida en la intimidad del cuerpo; vestidura y forma de la conciencia. La energía es ámbar, y el ámbar viene del primer soplo de la Creación; base y sustento de todo lo demás. El alma, como ámbar energizado arropa la conciencia; fija las percepciones en la memoria, las ordena y el ser entonces se percibe a sí mismo. Fluye en el mundo a través de sus acciones, de sus movimientos crepusculares.
La energía se fragua mejor cuando surge el amor; cuando el ser recupera su estado original en otro ser y ambas energías se unen en remolino vertical hacia la estrella más cercana, más nítida, más brillante; luz que llega del pasado para reconocerse en el ahora del ser. Memoria universal que se ofrece; belleza de un mirar atento que se busca en el cielo de la noche; noche profunda que recompone el pasado de los astros. Historia cósmica; recuerdos del mundo que hacen también el recuento de la conciencia. Luz y color en el aura del ser. Destellos invisibles que se sienten en las palabras, cuando las imágenes buscan ordenar el mundo; abrazar las percepciones que sirven de guía, de creación humana, de creación angélica; noche que se abre en las pupilas del ser, en la espiral atractiva de cualquier galaxia.
La energía borbotea desde los micromundos hasta los espacios más grandiosos de caos y orden, de los horizontes con sus eventos y hasta de las singularidades mismas, dejando solo la incertidumbre para el fiero agujero, terrorífico en su belleza de embudo, en el pánico del azar, de la oscura luz que se pierde en la eternidad. Nebulosas como humo de hogueras encendidas que deambulan por el espacio en su huida hacia no se sabe dónde… Neblinas y espacios brumosos de un cielo sin tiempo, de un firmamento vibratorio por el cual tiembla nuestra mirada y el deseo de agrandar la conciencia hacia un horizonte muy lejano, infinitamente lejano; un horizonte que siempre se aleja para acercarnos cada vez más a nuestro nuevo comienzo, esa iniciación, esa causa, ese origen que será renovado, nuevo, distinto, sin dejar de ser el pasado que nos creó.
Paradoja de la Creación: morir para nacer y nacer para morir, y así por siempre, por los siglos de los siglos… El río del tiempo termina en el espacio donde la velocidad de la luz se vuelve infinita. Y así nuestros cuerpos parecen hacerse inmortales, como si ahora la juventud fuera eterna, una juventud detenida que regresa a otro mundo, a una tierra desconocida, deformada por el tiempo del planeta, por un esfuerzo ancestral que nos parió a nosotros cien, doscientos, trescientos, miles de años atrás. Y nosotros, como jóvenes añejos, trayendo la experiencia y la magia de otros orbes.
El cosmos de Carl Sagan vuelve a hacer su historia; reconstruye la vida de los sabios y nos explica la imaginación del universo, la magia de los nuevos alquimistas. Honra a los seres humanos por su persistencia, por su ardua labor de grandes conciencias. La naturaleza se abre en el mismo centro de la poesía, y la nave de la imaginación recorre vastos espacios que se multiplican en estrellas y mundos, en asteroides y soles, en cuerpos celestes de todas las queridas invenciones, en infinidad de formas y ocurrencia de grandes luces.
El polvo cósmico salta de las nebulosas; rocas y gases buscan nuevas zonas para convertirse en planetas, en soles gigantes o enanos, otras estrellas que estallarán en colores ardientes y volverán sus polvillos a enriquecer la galaxia. Y todo es energía, incluso, hasta la solidez de la materia es firmeza, brío y empuje que camina hacia la forma, la densidad posible, potencia que se hace percepción en nuestra conciencia. Densidad compacta que recibe la luz de nuestros propios ojos y se hace forma, con peso y tres dimensiones, y en el fondo las cuerdas vibrantes de una teoría.
Tantas energías se acumulan en su misterio de ámbar. Enigma y discreción, reserva y secreto de ámbar, con b de bueno, con b de bien, con b de beneficios. Vigor y contundencia, pujanza y dinamismo; alzando la copa de vino en el mismo y exacto momento en que los electrones chocan y se desgarran en infinitas partículas; partículas nuevas que sienten el ojo del observador y cambian, se transmutan a la más ínfima materia. Por ahí andará el bosón de Higgs, ¿y realmente será la partícula final? Bueno, el tiempo, que no existe fuera de nosotros, lo dirá, y hablará de nuevos misterios, de nuevos cuerpos ardientes, de nuevas causas en la oscuridad. Las galaxias viajan, las nebulosas viajan, los agujeros negros y blancos también se expanden, aun cuando el universo se curva, y es el agujero de gusano el que encuentra otra grandiosa dimensión.
La pasión de los observadores avivó el ámbito del Gran Acelerador de Hadrones, y de pronto el ¡hurra! se hizo descomunal cuando apareció la partícula de Higgs: ahora el entramado universal se fue aclarando, se fue haciendo un manto de poros luminosos en su expansión, aun cuando pudimos pensar que detrás de esos agujerillos acechaban los ojos de Dios. Y es que Dios sonreía (sonríe, incluso) al tirar los dados y dejar correr el libre albedrío. En realidad, el sutil y abrupto determinismo de la física ha sido hasta el nivel de las relatividades de Einstein, después… todo lo ínfimo, y aún lo inexplicable, han venido a ser esos cuantos de luces y partículas que siempre vienen de la incertidumbre, de la probabilidad de Heinsenberg y, quizás, algún día podremos sentir entonces las vibraciones de las cuerdas.
La conciencia, en su energía, se realiza por sí misma en voluntad y fe, y se re-crea en la luz divina que ilumina la materia, da forma y densidad; esa luz hace visible las percepciones; las encuadra en las cuatro dimensiones de este espacio-tiempo y firmamento, en este mundo y más allá. Donde se pierden las estrellas con la oscuridad de otra materia, desconocida, oculta; otra energía más oscura aún, más invisible, digamos, pero totalmente poderosa; energía que expande las formas de las galaxias, las incita a correr en busca de los límites; frontera esférica que bordea la esfera de nuestro cosmos con otros globos indescifrables, burbujas con otro tipo de tiempo y hasta de espacios, de formas y abismos negros que se resisten todavía a surgir ante nuestros ojos.
La Conciencia Universal lo ilumina todo, incluso al multiverso, lo cambia todo, lo ordena todo y por ello se convierte en Unimultiverso; es el uno y el tetraktis (3) de los pitagóricos. Cada una de las conciencias individuales, en cuanto a los humanos, conforma cierta ínfima parte de la Conciencia Universal o Unimultiverso, como ya mencioné. En este sentido el origen de la concientización humana es divino. Y es nuestro sello primordial de evolución, tanto de raciocinio, como de voluntad y fe. Es reproductora de nuestra primera energía hacia todo lo material de nuestro universo, así como el big bang es el origen conocido científicamente para el cosmos, en el que todavía funciona a modo de energía oscura para la constante expansión del firmamento conocido.
La conciencia —en una observación imaginativa— constituye un reservorio o vivarium de toda nuestra historia evolutiva. Es la historia también del surgimiento del ego racional, y asimismo de su variante involutiva: el irracional. Es ética y perceptiva. Se traduce como “moral” cuando se relaciona con los principios del ser. De aquí el cargo o descargo de conciencia. Y es perceptiva cuando recibe estímulos del exterior y reacciona con respuestas físicas y conceptuales; elabora juicios de valor y toma decisiones ante cualquier proposición de las percepciones del mundo exterior.
Y escondida detrás de la abstracción de la conciencia se encuentra la energía del ámbar creando movimientos de flujos instantáneos, impulsos corpóreos y mentales de diferentes sentidos y niveles de frecuencias, con relajamientos o tensiones musculares, con gestos diversos, según sea el contacto con el mundo.
La conciencia hace comprensión de los seres y las cosas del ámbito que nos rodea; recibe la energía exterior de algo y la procesa en milisegundos, y al instante la devuelve con una forma y una densidad específica. La cosa o el ser-otro se compacta en su forma, que está dada, de hecho, por la visión del ojo; es cuando el ojo, la pupila, hace verosímil la energía en forma de objeto o de persona, o de animal o planta, ese “ser-en-sí-para-sí” (4) entra a ser parte de la conciencia y, asimismo, del Mundo de las Formas.
La energía debe ser un remolino de cuerdas en un frenético forcejeo de vibraciones que, tan pronto recibe la incisión de la conciencia-observador, se arma y se condensa; es decir: concentra lo disperso de un objeto, por ejemplo, para transformarlo en ser-en-sí-para-sí. Este objeto ya pasa a formar parte de la conciencia y del ser. Es algo —de alguna manera ignota— por el estilo de lo que decía el poeta Eliseo Diego en “Voy a nombrar las cosas”, esa inefable posibilidad de amar que tiene el ser ante las cosas y lugares del mundo, que las humaniza puesto que al relacionarlas las incorpora y las nutre de humanidad:
Voy a nombrar las cosas, los sonoros
altos que ven el festejar del viento,
los portales profundos, las mamparas
cerradas a la sombra y al silencio.
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.
Y la pobreza del lugar, y el polvo
en que testaron las huellas de mi padre,
sitios de piedra decidida y limpia,
despojados de sombra, siempre iguales.
Sin olvidar la compasión del fuego
en la intemperie del solar distante
ni el sacramento gozoso de la lluvia
en el humilde cáliz de mi parque.
Ni el estupendo muro, mediodía,
terso y añil e interminable.
Con la mirada inmóvil del verano
mi cariño sabrá de las veredas
donde huyen los ávidos domingos
y regresan, ya lunes, cabizbajos.
Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarla de pronto con el alba (5).
Toda conciencia, digamos la buena conciencia, es poética porque crea, porque inventa el mundo y el universo con dos visiones.
La primera es la visión del ser-para-sí donde los seres y las cosas externas se crean definitivamente de una manera relacionada y al mismo tiempo dependientes de este ser-conciencia que, al cabo de un tiempo indefinido, se interconecta con ellas, se interrelaciona por el accionar de la existencia misma. Llamémosle la visión del ser-consciente–para-la-vida.
La segunda es la visión del ser-en-sí, del intelecto poético, del decir a tiempo cómo se nombran las cosas, cómo se asimilan los nombres de los otros seres. Aquí se escribe la historia humana y se re-crea toda la dimensión universal que conocemos. Se suman las cosas, se establece la ilación y surge la correspondencia entre los seres y los seres, y las cosas y los seres. Hay un sentimiento por el mundo, por la humanidad y una necesidad de conocer, de saber cuál es nuestro origen, el porqué de nuestra existencia y hacia dónde vamos a evolucionar. Esta sería entonces la visión del ser-en-introspección.
Y para ambas visiones, así como para los dos seres que habitan en uno, el tiempo es el presente.
La sensibilidad de la conciencia y la máquina
Es este sentido del presente una de las sensibles cosas que hace que la conciencia humana pueda superar la conciencia reproducida en una máquina. La mente de un robot siempre estará guardando la sumatoria del tiempo entre el pasado, el presente y el futuro, pero no puede resolver el sentimiento de la ubicuidad cuando el ser humano logra meditar y desprenderse de todo en su entorno y viene el estar aquí, o ahí, allá, o acullá. Es la ubicuidad del presente, abstracción total, inmensidad profunda que ninguna conciencia metálica y mecánica logrará sentir. Tampoco la aleatoriedad del misterio, la coincidencia de un hecho como el milagro, aun cuando los algoritmos de la máquina se esfuercen a una inaudita velocidad en disfrazarlo todo como un determinado cálculo eléctrico que procede de un tiempo brumoso a la interioridad del cerebro. El hecho repentino entonces podría desencadenar interferencias en el automatismo robótico por su incomprensión de aquello que se descubre incalculable.
Es David Gelernter quien lo estudió y lo sabe bien a fondo: “La inteligencia artificial jamás logrará replicar la conciencia humana”, dice, y para ello la ciencia y la tecnología están asumiendo muchos riesgos (6). Cuando se trata de hablar de las profundidades de la conciencia humana es realmente una equivocación pensar que se puede decir lo mismo el día que un robot tenga conciencia supuestamente. Como plantea Gelernter, quien es reconocido como un genio de la computación:
La racionalidad es solo un segmento de la mente humana. El exterior. Cuando me sumerjo en los niveles inferiores hasta alcanzar la inconsciencia o el sueño, mi mundo interior cobra vida, pero digamos que mi pensamiento deja de ser del todo puro. Los científicos desprecian estos aspectos, no pueden hacer nada con el pensamiento estético o emocional. Cuando pretenden investigarlo, lo que acaban haciendo siempre es racionalizarlo. Pero es imposible explicar el sentido artístico mediante una serie de procesos bioquímicos o neurofisiológicos en el cerebro (7).
Otra de las diferenciaciones que podríamos encontrar es el sentido profundo y emocional de lo filosófico no solo en la filosofía como tal, sino en la poesía; incluso, la posibilidad de fundir una con otra, o cuando la mística toma razón de ser en un poeta o en un religioso. La pasión inteligente en la composición de un autor de música clásica, por ejemplo, es en extremo sui generis de la genialidad humana. No creo que pueda ser igualada aun cuando la máquina imite los acordes, la estructura, en general la completa y exacta reproducción de esa misma obra. Los matices, la expresividad de los distintos estados de ánimo que la música exige a un ser humano seguramente no la vamos a encontrar en un androide o autómata.
¿Un androide podría tener espiritualidad? ¿Podría creer en el Misterio? ¿Sentiría el miedo ante una catástrofe natural? No lo creo, solo fuera capaz de actuar previsoramente, calculando la probabilidad de salvamento, para él y los humanos que estuvieran a su alrededor. Pero nunca sentiría el pavor de la muerte, su cercanía, porque sencillamente no conoce la muerte, y creo que ni, aunque la conociera, porque tendría inhibidos los reflejos de lo emocional.
El alma se siente en la interioridad del ser humano; es lo que reactiva el sufrimiento y el dolor debido a una situación subjetiva; ese desgarramiento es algo inexplicable en una persona, y en un robot nada que sea inexplicable puede suceder. La explicación podría venir desde una perspectiva teórica por parte de una máquina, porque esta tiene creado ya el presupuesto intelectual para encontrar una explicación determinista, pero a fondo, desde lo más remoto no podría encontrar una verdadera respuesta que viniera desde el reino de lo íntimo, desde lo invisible, desde lo inefable. Solo el humano respondería desde lo más interno de su ser con una expresión desgarradora, el asombroso desgarramiento del dolor intangible.
Ensayo perteneciente al número XV de la revista Puente de Letras, de próxima aparición
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Notas:
1 La penumbra de Dios…, op. cit: “La intuitividad como poética”, p. 38.
2 La penumbra de Dios… Idem, en su capítulo “Asociación y realización”, p. 42, en cuyo texto podríamos sustituir diferentes tipos de palabras por otras y fundamentalmente por el vocablo “percepción” [las palabras en negrita serían los cambios incluidos], y tendríamos ahora lo siguiente: “Asociar percepciones convendría verse como un juego que nos ayudaría a invencionar algo, talmente como se haría en cualquier trabajo académico de college, a la manera de un brain storm, pero que ahora es un plano en el que relacionaríamos una sarta de percepciones en función de otra como centro focal [en este caso sería la imagen o percepción compleja que se llamaría “silla”]. En este nuevo sentido, cada percepción impone un desarrollo subtemático en función de la imagen clave, un entrelazamiento constructivo de nuevas percepciones en función asimismo de convertirse en elementos de la silla. Y las percepciones (en este caso también podrían llamarse “ideas” y/o imágenes) se entremezclan, y una y otra se incitan, se promueven, se esconden y surgen nuevamente con un gran deseo de construir algo; algo que de una forma u otra hace contacto con la primera percepción (clave) y que es la imagen silla, que actúa como centro cohesionador de toda esta tormentosa acumulación de percepciones, tales como clavos, madera, aluminio, tela o vinil, tornillos, sierra, martillo, escuadra, etc. En la medida en que este proceso, de alguna manera creativo, avanza, se va obteniendo un hilo conceptual de la imagen silla que estalla en asociaciones diferentes, distintas en sus formas, pero obviamente relacionadas. Al cabo de un tiempo, en construcción, podría observarse o sentirse la nueva percepción de la silla”.
3 “La tetraktys (Τετρακτύς en griego), o tetoakutes, es una figura triangular que consiste en diez puntos ordenados en cuatro filas, con uno, dos, tres y cuatro puntos en cada una de ellas. Como símbolo místico, fue muy importante para los seguidores de los pitagóricos (…). Lo que sí parece cierto es que el cuarto número triangular, el de diez puntos y que ellos llamaban Tetraktys en griego, era parte fundamental de la religión pitagórica, siendo un símbolo místico muy importante para los pitagóricos”. (Wikipedia). La tetraktis se conceptuaba de esta manera: 1+2+3+4=10. Y diez, para ellos, era el número perfecto.
4 Combinación de dos expresiones sartreanas que —en mi imaginación— pasa a designar el objeto en relación con la persona, y ambos seres (la cosa y la persona) en uno, al ser percibido, se hace componente de la conciencia.
5 Eliseo Diego: “Voy a nombrar las cosas”, (En la Calzada de Jesús del Monte), en Poemas escogidos, Madrid, Editorial Verbum, 2015.
6 Romain Leick. “David Gelernter: ‘Los informáticos están corrompidos por fantasías de poder’”, en XLSemanal, nov. 11, 2016. “Este profesor de Yale, de 61 años, es uno de los grandes genios de la computación. Una especie de estrella del rock de la era digital. Hasta dicen que fue él quien acuñó la expresión en la nube para referirse a la capacidad de almacenar información en un espacio virtual”.