Con un hueco entre las tetas

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Tengo la sensación de que, como consecuencia del cambio climático, no solo llegó la pandemia, sino que a las mujeres nos viene la menstruación cada dos semanas. Pero hoy es uno de esos días en que no se puede culpar ni a la regla. Sé que no son las hormonas, que no es el verano sin sol, que no es lo que él me dijo, que no son las horas/meses sin dormir. Hoy es de esos días en que, como en un eclipse, se hace evidente un suceso extraordinario.

Estoy convencida de que vivo con un pequeño agujero en el pecho, un huequito del diámetro del impacto que dejaría una bala que nunca existió, no estoy segura de su tamaño, lo que sí puedo atestiguar es que me atraviesa. Que cuando camino de frente al sol, del otro lado puede verse ese tubito de luz como el que se escapa por las hendijas de una puerta de madera hinchada. Que cuando tomo agua muy fría se filtra, que cuando tomo el café muy caliente me quemo los dedos cuando intento taponearlo. Y que cuando como algo muy dulce se me cuela alguna que otra hormiga, que no puedo ver pero me hace cosquillas.

Yo no nací con este hueco. Lo comencé a notar una tarde en que el viento podía escucharse y de pronto un silbido me atravesó el pecho.

Este hueco comenzó a formarse después que mi cuerpo aterrizara en una ciudad dejando a mi cabeza en otra. A veces digo que me fui de la habana como quien se va de una fiesta que se ha vuelto aburrida, en la que hasta la canción que te encanta pierde ritmo de tanto repetirse, en la que ya el alcohol no hace efecto sino que crea defectos, y duelen los pies, y en la lucha porque caigan los párpados para siempre no sucede algo que pueda despertarte de ese letargo, y solo te levantas y das un paso y otro y luego caminas, y luego te vas sin darte cuenta que te estás yendo. Y al despertar al día siguiente comprendes que te fuiste no solo de la fiesta: te fuiste de la ciudad, caminaste tanto y has llegado a otro país. Y te das cuenta, sentada en una cama de otro país, sobre un suelo de otro país, bajo un techo de otro país, con el olor de ese país, con la luz de ese país, te das cuenta que hiciste muchas colas, con muchos sustos, con papeles y cuños y sellos, para estar en otro país del que no conoces ni el suelo, ni el cielo, ni el olor, ni las miradas de su gente, ni la cama donde estás sentada… todo te es extraño de una manera aplastante. Entonces lloras, y yo lloré y lloré tan asustada, preguntándome si alguna vez podría parar de llorar.

Definitivamente fue en este momento en que algún poro se quedó demasiado abierto producto de la transpiración cargada de miedos y bilis y ansias y que con los años llegaría a ser un agujero de una redondez perfecta.

Este hueco lo he intentado cerrar de muchas maneras, porque por más que no moleste es un hueco, y por los huecos salen cosas que no se pueden avizorar. He intentado cerrarlo con un pedazo de pan mojado, con abrazos, con tierra, con harina y huevo, con cemento. He intentado también coserlo y engraparlo, he intentado tanto que las últimas veces sentí que si lograba al fin taparlo lo extrañaría.

Este, mi agujero, me avisa cuando el suelo está pronto a moverse.

Yo tengo una amiga, que vive en Cuba y me pregunta si siento vergüenza de lxs cubanxs que guardan silencio. Estos son los momentos en que mi agujero se afianza y se expande. Ha pasado un mes y no logro responderle. Cómo le hago entender a mi amiga que lo que me duele de su pregunta es la manera en que presume que puedo sentirme superior a un otro. No siento vergüenza de ningún cubanx, menos de lxs que callan, porque para empezar todavía me considero parte de esa masa, aunque no me sienta identificada con ella. Como tampoco siento vergüenza de estxs cubanxs que rompen su silencio para dejar salir todo ese aliento viejo apestando a doctrina ya expirada, a úlcera mal curada. Cómo le explico a mi amiga que estoy harta de la cochambre que nos separa en valientes o cobardes, como dos únicas opciones, opuestas y alejadas una de otra. Cómo le explico a mi amiga que cuando pienso en lxs cubanxs, pienso que nos han instalado en nuestro sistema operativo la corrupción en el alma como un mecanismo de supervivencia y la burocracia en el lenguaje para impedir expresarnos, convirtiéndonos en animalitos tartamudos imposibilitados de nombrar incluso lo evidente. 

No le respondo a mi amiga, y ahora soy yo la que calla.

Es otro día, me despierto y mi hija sigue durmiendo, entonces barro la casa en lo que se hace el café. Barro compulsivamente todavía en calzón, sacando de los rincones preferidos ese polvito acumulado mientras pienso posibles respuestas para mi amiga. Barrer es un buen ejercicio para pensar, llevo menos de diez minutos despierta y ya mis ideas se atropellan en la punta del cerebro, pienso otra vez en que quiero ser una escritora mediocre, últimamente me repito esta frase, a veces sale sola de detrás de algún nervio lastimado. Lo que no quisiera es encontrar una excusa para no escribir. Cuando no escribo, todo se amontona desordenado, dejando frases sin sentido dando vueltas entre pedazos de diálogos de otros, ideas nuevas, merodeando por las heridas abiertas, bordeando los huecos de las medias con huecos, entre algún reclamo escondido, y sobre todo se queda entre los dientes como las hilachas de una carne dura ablandada a martillazos, las palabras se quedan ahí entre las muelas, hostigando la existencia, acabando con la paz de las encías, irritando hasta herir la lengua. 

Se despierta ella y desayunamos y el día está tranquilo y claro y caluroso, nunca como en la habana, pero el sol puede llegar a irritarte de igual manera.

Estamos en el parque, compramos pistolas de agua aprovechando la última semana antes que nos encierren nuevamente por el Covid. Le dejo un audio a un amigo, y termino riéndome de mí misma por algo que le cuento y no recuerdo, vuelvo a la conversación y tengo un mensaje suyo que leo como un corrientazo y que corta mi risa.

Sigo en el parque, es 27 de enero, lxs muchachxs del 27N han vuelto a presentarse ante el Mincult exigiendo la liberación de varixs de ellxs y que atiendan las demandas hechas dos meses atrás en el mismo ministerio.

En el parque todo está tranquilo, hay otrxs niñxs y ya juegan un poco más juntxs porque se conocen, aunque a veces haya que intervenir ante algún empujón por no querer prestar la pelota. Está todo tranquilo aquí a mi alrededor, es todo calma, y dentro mío siento cómo intercambian lugares el hígado con el riñón, el pulmón derecho con el izquierdo, la vejiga se me enreda en el intestino delgado y, así, todo convulsionado dentro de mí. Intento no ver el teléfono demasiado, y de pronto ya he compartido tres publicaciones de lo que está sucediendo. Corro, me persiguen, me tumban en la hierba, me caen encima Marieta y tres pistolerxs, aprovecho para desconectarme de la ficción de la virtualidad y participar de esta que tengo enfrente, al costado, que me puede tocar y hacer sudar.

Vamos a treparnos al árbol. “Ayuda, mamá”. La ayudo, le indico dónde poner un pie y dónde una mano, quiero que empiece a buscar la forma de treparse ella solita. “Se los están llevando en una guagua, les están dando golpes”. Leo en el teléfono el mensaje de mi amigo, que está tan emocionado como yo, tan al borde del desborde como yo. Hay un video, me lo pasan, no puedo verlo.

Hay una tregua, vamos a merendar. Entre que pelo la mandarina, ahora sí, el video carga. Veo al ministro acercarse como una tromba marina a un muchachito, ¿es Mauricio? Me sé su nombre porque da la casualidad había conversado con él por primera vez hacía unos días y compartimos información valiosa de lado a lado.

Tengo los dedos pegajosos de la mandarina, la pantalla de mi celular es un asco y la claridad lo hace evidente, Todo se pone negro en el video, puedo ver mi ceño fruncido reflejado en la pantalla, solo eso. Me pego el teléfono al oído y el terror comienza.

El hecho de no ver y solo escuchar para mí es doblemente perturbador, porque los gritos sin una imagen que le acompañe se convierten en la expresión extrema del dolor traducido en terror. Para mí el terror es no entender de dónde viene esto que te atropella, esto que te arrasa, esto que escapa de la razón humana.

Vamos a saltar la cuerda, la saltamos, jugamos culebrita, yo de vez en cuando tiemblo y hago pucheros. A estas personas no las conozco de nada, hacía dos meses había estado en la misma situación, no conocía ni podía siquiera reconocer más que a un par de ellxs. Durante estas semanas había ido involucrándome más y ya podía identificar a varixs, ya sabía sus nombres, qué hacían, cómo lucían, cómo pensaban, les había leído y escuchado. La otra vez igual me desbordé, igual hice veintitantas publicaciones, igual estuve atenta, hasta que el último salió. Pero ahora me sentía más comprometida, más cercana quizá.

Regresamos a la casa, hacemos spaghettis con atún, que es más rápido y siempre son bien recibidos. Mientras espero que hierva el agua, leo en mi teléfono y veo otros videos. El ministro dio un manotazo y con la mejor sincronización en la historia de la revolución cubana se desató la superioridad de un Estado avasallante.

La veo paradita, absorta con sus ojitos chinos de placer.

—Marieta, ¿qué haces? ¿Caca?

—Sí, mamá.

Termina y busco un pañal para cambiarla.  Se lxs llevaron a todxs en una guagua que apareció de pronto, como si la hubieran puesto en la post de un video editado.

Culito limpio y fresco, me abraza el cuello con sus piernas. Me lavo las manos, me enjuago la cara, me miro en el espejo, otra vez hago pucheros. Pongo los spaghettis al agua. Empiezo con la salsa.

Están presxs, secuestradxs, nadie sabe de ellxs. Y una jodida frase desde la mañana me atraviesa la frente como esos loups de pantalla publicitaria. Una de las personas que se habían llevado, la noche antes me había dicho: “Yo voy a mí, y sigo avanzando”. Yo no había respondido, porque estaba cansada y porque él siempre se va sin despedirse y aparece sin saludar, y a mí eso me gusta, y quise copiar su estilo. Y ahora esa frase me pasaba factura, me impendía coordinar el movimiento del cuchillo para picar la cebolla. A 3950 km haciendo el almuerzo en otra ciudad con el pecho oprimido, con mi hueco en el pecho latiendo como la boca de un pez moribundo.

Almorzamos y no puedo ver el teléfono, odio estar tan pendiente del teléfono, pero tengo miedo que algo pase en mi ausencia. Ya estás ausente, Olivia, no estás ahí, ni siquiera cerca, me digo y me respondo:

—Ya lo sé, pero igual… es la sensación de quien no está y está todo el rato.

Terminamos y me pide Teta, le doy. Con suerte se quedará dormida. Mi amigo me ha pasado un audio. Ya se quedó dormida. “No hables, ¡no hables! ¡Porque no, porque no me da la gana!”. Ahora sí lloro con los audífonos puestos, ¿por qué grita así ese señor? Me pongo toda chiquitita. Y detrás de mi frente está la única imagen que pude salvar intacta del video, una mujer con el cabello en trenzas y brazos firmes reduce con violencia el cuerpo de otra mujer que lleva su cabello hermoso sin ataduras y hace olas de resistencia con sus rizos sueltos.

Abro la computadora y ahora, con mis cuatro deditos y mi pecho estrujado empiezo a dar el berro durísimo, desde mi virtualidad. Ella sigue haciendo su siesta, sabe que mamá necesita unas horas para mamá escoria.

Es en esos momentos en que se siente, dentro de lo terrible, dentro de lo oscuro, que no se está solo; se siente una ola que acompaña, no se puede tocar ni oler, se puede ver a través de una pantalla, se puede sentir el rumor de cuando somos muchos dando el berro en un agudo infinito. Firmando peticiones, haciendo listas, compartiendo listas con sus nombres, preguntando dónde están, publicando los videos, desde todos los ángulos posibles, para que no haya duda aunque siempre terminarán sembrando una, preguntando dónde están, exigiendo que los suelten.

Y los comienzan a soltar, unx a unx. Ya están todxs en sus casas. Y su mamá me confirma que, el que no se despide, ya está a su lado.

Yo, la verdad, no sé cómo se siente esto a 3950 km, si llegara a sentirse. Si la subjetividad es tal que todo me lo armo yo, que no tengo a dónde agarrarme y me aferro a una lucha que me invento.

Lo único físico que tengo es este hueco en el pecho que solo yo puedo ver y sentir.

Todavía tengo un mensaje que responder.

Cómo le explico a mi amiga que a mí lo que me interesa es lo que está sucediendo ahora, así, imperfecto, así amorfo, así apasionado y hasta naif. Estuve demasiado tiempo ignorando, evitando, divagando, demasiados gerundios con respecto a Cuba. He evitado saberme con este agujero que me perfora y ahora no solo le encuentro sentido, ahora quiero exhibirlo. Es esto lo que me hace ser yo, así imperfecta, naif, así apasionada, amorfa, así, fuera de lugar.

Mis deditos no van a parar de escribir no van a parar de acompañar desde donde puedo, con mis privilegios y mis penas, con mis esfuerzos y mis temores. Donde se ubique mi cuerpo en el mapa es para mí circunstancial, por tanto, no tendría por qué ser esto, una suerte o una maldición y menos aún determinar lo que pueda una sentir, pensar o hacer.

Es cierto, no pongo el cuerpo. A veces lo lamento y me cuestiono si lo prefiero, pues el privilegio de mi virtualidad también tiene un precio. Cuando quito la vista del teléfono, solo me espera el vacío, me encuentro ante la soledad de un paisaje extraño a pesar de ser el que me sostiene. No tengo donde depositar toda la intensidad, el dolor, todo el coraje de mi “realidad”. Y ojalá lo que sintiera fuera proporcional al tiempo que dura la batería de un aparato electrónico y que Cuba se apagara en mi mente cuando se apaga el teléfono.

Soy una mujer con un hueco en el pecho, que no tiene mucho peso que la afirme en la tierra. Pero esta vez quiero creer, y soy consciente de la ficción y del ejercicio que supone decidir vivirla. Pero es lo que yo quiero. Quiero practicar quizá por primera vez el ejercicio de la fe a ver cómo me sale.

Y entonces recuerdo que existen terraplanistas en Cuba y, claro, ciertamente es más fácil e inofensivo creer en un grupo que puede negar los avances de la ciencia hasta el siglo XXI que creer en un grupo de cubanxs que insisten en la poesía y en el derecho a tener derechos.

Como me inclino más hacia lo curvilíneo, decido creer entonces en estxs cubanxs que apuestan sus cuerpos, sus nervios y músculos para disentir ante un sistema podrido y plano. Y con eso me basta.

Pero hay algo más, y es el hecho de que esté sucediendo hoy, ahora. Y sí una es tan egoísta como el tiempo mismo. Sucede ahora y cerca de mí, aunque esté en otro hemisferio, me provoca, coquetea conmigo. Y quiero hacerle caso y devolverle la miradita cómplice, aunque esto conlleve a que el hueco entre teta y teta crezca y duela, por tensar la piel y mostrar lo dividida que estoy. No importa, es asunto mío que me detenga a sospechar qué sí o qué no hubiera hecho si… es pensamiento muerto. No quiero compartir mi cuerpo con una apatía que heredada. Debo reconocerme entonces como la persona agujereada que soy, si no, viviré siempre con los nervios de punta esperando a que alguien o algo me exponga y haga evidente mi fraude apátrida.

Esta vez siento que algo excede la cotidianidad de mis asuntos no resueltos y me atrae por la cintura, que algo más grande que mi yo me ha dejado un espacio pequeño, casi molecular donde quepo y en el que puedo enredarme junto con otros seres moleculares formando la trama de algún tejido superior a nuestras penas y ansias. Así, dividida y entrelazada, en contradicción con lo real y lo virtual, le encuentro últimamente otro sentido a despertar y caminar, tomar desayuno, verme en el espejo… actividades a las que, en ocasiones, puedes perderles el ritmo y la gracia.

Y sí, toda esta película la vivo a través de cubanxs que no son mis amigxs, ni mi familia, ni siquiera conocidxs. No les conozco y a la vez tengo esa sensación de cuando se está enamorada y una se entrega consciente, a riesgo de reventarse los dientes contra una pared por el impulso desmedido. Me encanta. No obstante, debo reconocer que hay algo más allá del efecto que me hace insistir en el afecto, y es justamente la hermosura que despiden los seres cuando creen en ellxs mismxs, vivxs, con el pecho latiendo bajo el sol, hoy, ahora.

A veces entiendo la vida como una pelusa en medio de una tormenta tropical, por lo cual se me dificulta creer en estrategias a largo plazo, por un futuro que sólo se siente cuando se convierte en pasado y se te planta infame a modo de recuerdo. No sé.

La verdad es que tengo miedo de dilatar las acciones, las esperanzas, las pasiones, y quedarme dormida en ese mientras tanto, y convertirme en una piedrita a la orilla del camino de alguien más. Y vivir entonces así, como viven las piedras. Incapaz de mover mi propio centro, sin poder decidir sobre mi existencia petrológica.

—Mamá…

Se despertó, la de ojitos chinos y piecitos comestibles. Mientras subo las escaleras miro por última vez el teléfono y alcanzo a leer: “Lista de prohibiciones, carta abierta a Biden…”.

Guardo el facebook en mi bolsillo.

Todo vuelve a empezar y todavía no le respondo a mi amiga. Sería mejor darle un abrazo.


Olivia Manrufo
Olivia Manrufohttps://www.facebook.com/oliviasofia.manrufohernandez
(La Habana, 1985) Graduada en Teatro por la Escuela Nacional de Arte, ha recibido importantes premios de actuación. Entre los años 2009 y 2012 protagonizó la serie televisiva ‘Vivir del cuento’. ‘Jirafas’, su última película en Cuba, dirigida por Kiki Álvarez, se estrenó el año 2013 en el Festival Internacional de Rotterdam. Reside en Lima desde el año 2012. Forma parte del grupo de profesores de la Escuela de Danza Terpsicore. Actualmente se encuentra filmando la película peruana Ronnie Monroy ama a todas, dirigida por Josúe Méndez.

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