La culpa se la cargaban a Aristóteles, o a los aristotélicos, de quienes suponían que se desprendió aquella idea según la cual la poesía descriptiva carece de una esencial intensidad. Sobre rudimentos tan fofos iba a sostenerse durante demasiado tiempo la creencia de que los versos que describen lugares, objetos, apreciaciones… no son sino aderezo para el plato frío de un poema que aun cuando tenga buen sabor, carece de sustancia.
Por fortuna, casi tan antiguo como ese tópico desvirtuador ha sido el contragolpe de grandes de todas las épocas, dados a frecuentar la poesía descriptiva desde la clarividencia o el delirio, antes e incluso por encima del efecto visual. Las obras de Christopher Marlowe, Henry David Thoreau, o Emily Dickinson, entre tantos otros, demostraron sin sesgos que para un genuino poeta el verso descriptivo no se proyecta necesariamente desde los ojos y tampoco se reduce a expresar las sensaciones corporales que motivan lo descrito. No en balde, William Wordsworth, hacedor de inspiradas descripciones, consideró que el desbordamiento espontáneo de sentimientos encuentra pábulo en las emociones que experimenta el poeta al contemplar en calma todo cuanto le rodea.
No parece haber sido suficiente para que el equívoco quedara disuelto, puesto que, como se ha dicho, resulta más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Pero ya que la historia es un cilindro, el hecho probable es que cada vez son más y más diversos y mejor provistos los poetas descriptivos de profundo calado. Y entre ellos, como no podría ser menos, alinean algunos cubanos de hoy, insuficientemente reconocidos (qué remedio), pero no por ello a la zaga de los buenos hacedores de este tipo de piezas o de cualquier otra.
En el libro Espacio para pensar en gris, de Carlos Alberto Casanova, descuella especialmente esa capacidad para describir desde la emoción y no sólo desde la mirada. Los muchos versos descriptivos que lo configuran dan fe de la pluralidad de enfoques a los que el poeta es capaz de acceder cuando transmonta el determinismo de la geografía, de lo físico, lo materialmente inmediato, abriendo brechas hacia entrañables subjetividades.
Tal vez pueda decirse que cuando este poeta villaclareño (residente en Francia) se dispone a describir algo, busca, o se busca a sí mismo, en la sombra de aquello que lo representa exteriormente. Poco parece importarle que la faena lo lleve a transitar por laberintos de su interior que no permiten ser descritos con explicitud. Así es que los versos discurren a veces entre lo lineal y su antagónico, entre lo simple y lo híbrido, entre lo manifiesto y lo ambiguo, en vertimientos que dejan percibir los atajos que posibilita el lenguaje a las efusiones sensoriales, ancladas para el caso en nostalgias, incertidumbres, melancolías:
“Pensaba en ustedes cuando mi sombra atrasó su paso / tropecé con ella y me asusté”… “Pensé que te morías en el musgo / y todas las piedras florecieron al atardecer”… “Se encadenó de corbatas el sábado”… Se trata de un ejercicio poético muy personal y en verdad digno de atención, donde, sin contradecir los presupuestos clásicos, Casanova recrea no solamente lo que ve, o desde lo que ve. También describe lo que ignora, lo que no está a la vista, y aun lo inimaginable: “Quién partirá el silencio en dos / y tomará la parte salada del universo / para hacer del calor un negocio blando / cuando el silencio esté ya muerto. / Cómo volverán a sus nidos todos los hombres abandonados en un cenicero / si esperan confundir el aliento con las nubes / cuando no recuerden el último camino andado. / Qué pasará cuando volvamos la espalda a nuestros ojos / y alguien tema encontrar vacío su espacio”.