Caso Tropicana

-Qué zapatos tan bonitos.

-¿Te gustan? Se llaman Cocacolos.

-¿Y de dónde vienes a estas horas con tus cocacolos?

-De bailar toda la noche en el Tropicana con Tito Gómez y la Orquesta Riverside. (cantando) Voy por la vereda tropical…

No supe hasta hoy que estos zapatos míos que tanto busqué en España se llaman Cocacolos. Siempre quise unos así inspirada en los que usaba Benny Moré.

Pero sí supe de inmediato que mi amiga, mi hermana Rebeca Ulloa, fascinante siempre, maestra mía de algunas disciplinas, me iba a descubrir una Habana y una época para mí desconocidas, y que lo haría a través de una historia novelada. O novela historiada. Acomódelo usted.

Magnífica historia a la que no le falta de nada.

Eso lo fui sabiendo de a poco mientras leía Caso Tropicana.

Caso Tropicana cumple mis expectativas.

El primer requisito para leer de un tirón un libro cabe en un verbo: atrapar.

El primero. El resto depende del autor, de su capacidad de seducción, de su maestría, de su encanto para contarla. Esos también están.

Caso Tropicana atrapa. Cumple los requisitos.

Cumple los parámetros de un libro que vale la pena leer.

Los cumple -además de por su excelente narrativa- por lo desconocidas que resultan las cosas para tantos cubanos de tan diferentes generaciones y entornos que ni en sueños imaginaron todo lo que se podía estar cociendo en un espectáculo bajo las estrellas más allá de los sensuales ritmos, de los provocativos movimientos de los bailarines.

Confieso que comencé a leer Caso Tropicana con temor. Si la novela no me hubiera resultado buena o no me hubiera gustado, ¿cómo decírselo a mi amiga? ¿Cómo separar mi amor y mi admiración por Rebeca Ulloa de la crítica objetiva? Es difícil.

No quiero que los afectos me afecten a la hora de la sinceridad.

Para evitarlo me inventé un recurso: leer Caso Tropicana como si no supiera el nombre del autor. Como un libro que me encuentro sin las páginas en las que aparecen sus datos. Necesité de la abstracción para ser fiel a mis conclusiones al final de los finales.

Así lo hice.

No me defraudó la autora que voluntariamente anonimé.

Caso Tropicana es un libro interesante. Un thriller con sus imprescindibles ingredientes: amor, pasión, dolor, intriga, venganza, envidia, celos, muerte, y otra vez AMOR. Siempre el amor. Siempre la amistad sin límites.

Es uno de esos libros que uno se atreve a recomendar.

Sus personajes están perfectamente estructurados desde el punto de vista psicológico. Todos. Desde Madame Musmé -espectacular descubrimiento- hasta el Cortito, por no decir de los «más principales». Rebeca Ulloa los borda. Digo «más principales» haciendo un uso atrevido del lenguaje porque según el momento en el que estemos del libro, son todos principales. Cada uno de ellos salva su minuto de gloria.

Marcano -por ejemplo- con su eclecticismo rítmico y su atractivo viril y el amor a su familia guantanamera. Sussy Wong. Son gloria desde el primer momento. Deslumbrante personaje desde el principio hasta el inusitado final.

No es tan absurda la insistencia de Hernán Fuentes, también de Marlon, en eso del bailarín marica. Un extraño sortilegio le facilita a Alberto Marcano desdoblarse y ser otra, ser ella. La causa lo amerita.

Rebeca no se encripta, al contrario, se desparrama intentando -y logrando capturar «el tipo», más bien «el concepto».

Todos hemos conocido Albertos, Arsenios, Ninas, Maholas, Sofías, Cortitos…

Al menos los que hemos padecido el régimen comunista cubano.

En honor a la verdad las miserias y las grandezas humanas no son patrimonio de ningún sistema en exclusiva, son bienes y males frecuentes en cualquier sociedad, no obstante hay que admitir que unos los engendran y los alimentan con más fuerza, con más alevosía que otros. El sistema comunista juega con ventaja en ese ese estudiado ejercicio de perversión.

La novela consigue hacernos sufrir la cruda realidad de la cárcel cubana, la mezquindad del arribismo, la bajeza de los nuevos poderes que supuestamente llegaron para acabar con el estercolero de la dictadura batistiana.

Caso Tropicana es -como digo al principio- una historia novelada que logra equilibrar muy bien las dosis de ficción y realidad. Buen batido.

Es una novela política. No politiquera. No panfletaria. Tiene la dimensión exacta de lo humano. Y de la realidad histórica de la Cuba que describe. Prevalece la idea sobre lo ideológico.

Rebeca Ulloa se desapasiona, se desnuda de toda vestimenta ideológica para moverse en las arenas de la objetividad sin dejar de ser fiel a la verdad de los hechos ni al encanto de la ficción que utiliza con maestría para contar verdades.

La novela no sólo se detiene en esa Habana nocturna y cabaretera, alegre, entretenida y casi pornográfica del cabaret Tropicana ni en esos personajes tan humanos y tan divinos que viven, danzan, aman, odian, luchan y tejen marañas sino que a su vez va colocando por debajo la procesión que se acerca. El ciclón del 59.

Y como si no fuera ya suficiente para salvarse, la narrativa va sobrada de una prosa fresca y desenfadada en franca competencia con el suspense; moderna, atrevida, lúdica, soez cuando viene al caso, discretamente poética (como lo requiere el género).

La autora encabalga bien las tramas -si alguna resulta inentendible siga usted leyendo que ya la entenderá.

Los aportes gráficos del maestro Pumariega enriquecen graciosa y originalmente el relato. Entre divertidos y serios coronan el panorama de la época.

Buen libro.

La música y la danza son otras dos grandes protagonistas. Si no conociera a la autora podría creerme que fue bailarina.

Esa mezcolanza de ritmos, de rumba con rock and roll con flamenco y con batá; de tambores con saxofón; de jazz con boleros y guarachas; esa manera erótico-sensual de Alberto Marcano danzando todo él con su inusual contorneo de caderas hacen de la liturgia del espectáculo un fenómeno cósmico.

Un fenómeno surgido de la novedosa imaginación del bailarín guantanamero, de su flexibilidad corporal, de eso que lleva adentro como genuina herencia de sus ancestros enriquecido por la valiosa influencia de la música americana del momento que el muchacho asume sin complejos.

Si cierro los ojos lo veo bailar.

El conjunto de luces, sonidos y bailarines del Tropical Banana Show enzarzado con el momento político que está viviendo el país da tal realismo a la historia que no deja indiferente al lector que sólo desea seguir leyendo.

Yo, y muchos, desconocemos lo que fue el SIM o la consigna de las 3 C de los revolucioneros, el arrojo de los maumaus, o la lucha del Escambray; tantas cosas que se hace necesario que alguien nos las cuente. Rebeca Ulloa supo captar esa urgencia.

La guantameritud -otro curioso aderezzo– llega no sólo con el guantanamero y su familia, también con las putas y los marines, con las hayacas y el macho asao, con Chito Latamblé y la tumba francesa, con el changüí y con esa genial resurrección en retrospectiva de un Lemus que parece haber estado allí desde entonces. Siento que sí.

Las calles y rincones de La Habana están descritas de manera tal que el lector agudo se siente desandándolas sin extravíos, sobre todo porque lleva consigo el GPS natural de Aristide, habanero de cuna y corazón.

El paisaje no escatima en mostrarse descaradamente hermoso, engalanado por una vegetación lujuriosa y tropical.

La autora recrea ese majestuoso malecón habanero, sus gotitas saladas salpicando la piel de los paseantes, de los enamorados, como si de agua bendita se tratara. Y el mar. Ese mar azul, desfachatado, democrático, abierto, libre, anticomunista y rebelde es el mejor telón de fondo que pudo encontrar Rebeca para enriquecer su óleo literario y no serle infiel a su Habana insular y cabaretera.

Los encuentros de Sofía con Alberto en el malecón ponen el broche romántico y húmedo que pide el caso.

Disfruté la novela. Me gocé encontrando palabras que la belloza autora toma prestadas, como esa -belloza- propiedad del niño que la inventó para definirla a ella misma. Y a mis amigas de entonces. A mis amigas de siempre.

Belloza. Es de mi primo Felito, que a sus poquitos años bella le pareció poca cosa para tanta bellosería.

En fin, yo que no sé bailar -ni siquiera con el favor de unos buenos cocacolos- bailé con Alberto y Nina, con Sussy Wong. Incursioné en el changüí, y por primera vez me fui a la Loma del Chivo para saludar a Chito, al que para poder apreciar su valor fue necesario no sólo irme sino salirme de esa asfixiante Cuba que me tocó vivir. Esa asfixiante Cuba que me llevó a renegar de lo cubano sin capacidad de discernimiento, porque para castros, caneles y otras yerbas «lo cubano» son ellos.

Yo, que tampoco sé cantar, canté con José Tejedor (me abandonaste en las tinieblas de la noche) con el Tito, con el Benny, con la Sonora.

…Te quedarás porque te doy cariño…

Esas estrofas de cada uno de ellos que la autora coloca en el momento indicado me han hecho disfrutar instantes paradisíacos.

Nostalgizarme. Yo nostalgio, tu nostalgias, nosotros los cubanos vivimos nostalgiando.

El saudade cubano. Tan justo y necesario.

Caso Tropicana, entre rockanrolles, batás, boleros y rumbas; con pan con timba y machito asao con hayaca y salsa, ha logrado colocarme, ignoro el misterio, un ramito de jazmines en el corazón

¿Jazmines con son, con changüí, con rumba? ¿Poesía con pan con timba?

¿Cómo puede madridarse lo sublime con lo «vulgar»?

Pues puede gracias a un denominador común: lo genuino. El pedigrí.

Eso es Rebe. Genuina y con pedigrí.

Estudiosa. Laboriosa. Incansable escribidora.

Y antes, durante y después, El Mar. Inamovible y eterno.

Testigo de la vida, del amor y de la muerte.

Amado mar con su perfume de humedad y su doloroso llanto rumbero en ese paraíso bajo las estrellas.

 

Nota al margen:

La presencia de Madame Musmé (Julio Chang) en Caso Tropicana merece mención especial.

Ella. Él. El travesti cubano en una época que a todas luces fue mucho más avanzada y moderna que la que arribó en el 59 a modo de tsunami para poner en práctica el difícil y perverso «arte» de virar la tortilla. Una maña que yo siempre creí española pero que el know how lo llevan con ventaja los comunistas.

Ah… y gracias Caso Tropicana por hacerme saber que mis zapaticos Benny Moré se llaman cocacolos.