La historia nunca es lo que pudo haber sido y no fue, sino lo que es. No puede ser cambiada a partir de un gusto particular –aunque disguste– ni tampoco se trata de una visión simuladora, porque no hay trueque en esto. Lo que un autor escribe con calidad va a superar su modo de vida o su muerte, sobre todo cuando la biografía es más corta o tiene más de mito que los niveles de lectura de los que el lector se apropia y por los que vuelve a sus páginas.
Esto no aplica a consagrados solamente, sino que funciona como un mecanismo bien engranado para todos. Ni siquiera es ajeno a poetas como yo, menores y poco conocidos.
Jugar a ser víctima de los que te desfavorecen después de leerte no te excluye de terminar siendo un victimario, en el sentido de que juegas a ser Dios y no quieres que te llamen por tu nombre. Aunque puede que esas cosas tengan doble sentido con tus ángeles de la guarda, tus amigos y otros que padecen de autocensura por estrategia y que, incluso, alivian tu absurda flagelación.
Una crítica seria no siempre es “responsable”, a veces es impertinente. No es una receta, como los libros de autoayuda, y no se trata de que te tengas lástima. Ante la crítica real estás desnudo, así que mejor intenta ver si te sirve para vestirte. Tú eliges hacerlo con decoro.
Ahora bien, si no escribes, como suele decirse, “para los críticos”, ello no te exime del respeto que le debes a tus fuentes: los clásicos, los maestros. Ellos son un referente esencial. Tampoco es necesario que corras a pulir tu hojarasca ante la mueca adversa del primer escurridizo que te diga todo lo malo que es tu texto, dicho a boca de ego por domesticar. En mi opinión, el oficio, que suele confundirse con el viaje final, no es suficiente tampoco, ni la idea cómoda de dominar un supuesto estilo evita que siempre seas viajero y aprendiz de lo que vas creando.
Las razones extraliterarias (que son, a no dudarlo, otra “harina del mismo costal”) siempre han estado de moda, son una especie de carta de presentación generacional. Lo peor es cuando te quieres imponer tú mismo esas razones, recurrente y manido como un lugar común. La valentía de exponer lo que piensas no pasa siempre por tener la razón sobre otros que no quieren reconocerte; se trata de ser coherente y relajado ante quienes lo cuestionan todo. Ante los que usan con poca iluminación el extremo contrario al que se quiere criticar y abundan en tópicos de camuflaje como consignas baratas, o ante quienes no son complacientes pero te impulsan a fortalecer tu obra. Esa obra, si vale por su peso, no tiene detrás una mente frágil, y es el receptor quien hace con sus páginas lo que no puede con tu vida: literalmente te envía a la posteridad o al olvido.
La literatura no depende tanto de un cúmulo de lectores sino de aquellos pocos elegidos que tienen la agudeza de encontrar sustancia en lo que escribes. Publica todo lo que puedas o desees, pero no esperes un juicio de ética que te resguarde ante lo escrito cuando lo estético es ceniza sin vuelo. Tu obra no te juzga a ti: se juzga ella, aunque tú seas el causante de su buena o mala reputación.
Has tomado tu ego como un callo que no quieres que te pisen, porque duele y porque te acompleja no exista la dualidad de vivir en dos tiempos “factuales” que se confabulen con lo que en teoría has imaginado y te conviene. No existe desde el elogio el éxito automático, debes enfrentar eso para que puedas forjarte un carácter que te defina sin cortapisas y cierre toda posibilidad de auto-marginación.
Evita casarte con la hipocresía. Nadie vive como uno de sus personajes y en tal caso, para lograr que no sea una distorsión sin sentido, caricaturesca de nuestro intro-reality, uno vive desde fuera, entra y sale, es su aliado y su oponente. De lo contrario, cuando no te cuestionas, ves un pétalo marchito y te asusta.
No hablo de la originalidad de lo que dices o cómo lo dices. Eso también depende del juicio de tus lectores. Sin dimensionarla, aprende con la crítica que te desfavorece (pero excluye el hipercriticismo, que es una variante atrofiada de la crítica). En el mundo de los creadores no siempre se habla desde la justicia, pero en el roce de provocar con lo que has creado la atmósfera favorecedora es aquella que no padece del síndrome del globo inflado, otra mala estrategia. Un creador que no sea necio necesita respirar un aire no viciado, y eso no es algo para lo que te preparan. La farándula (que es otro monstruo alevoso y “perjudicón”) en todas las épocas y circunstancias contribuye a ese estado de inercia que rige en algunos, personajes que viven y mueren como faroles de los “espacios culturosos”, y eso es ridículamente un engaño. No vayas tampoco hacia aquello que complace mejor a tu entorno: si vas a contracorriente aprendes más. No esperes definiciones exactas de pertenencia al gusto de esos pocos que dicen te eligieron para su circuito, no te encierres con ellos. Si lo miras con objetividad, tienes derecho a ser amigo de algunos de tus enemigos para guiarlos hacia tu instinto de superación.
Todos queremos finalmente una obra que nos represente sin falsear la historia, sin coleccionar favores para ser reconocidos por el público del like. Ante la página en blanco, eres el soldado entrenado para sobrevivir con estoicismo. Nunca se trata de decorar palabras, no es para grabar tu nombre en los palmares. Lo escrito debe ser más que el juego de la tinta y la sangre, como en el pasaje de Oppiano Licario: Palmiro más que saltar vuela, se mete en el hueco del vegetal y sus piernas se extienden con las raíces hasta alcanzar la fluencia del río más cercano.