Fuimos vecinos en Shenandoah. Me alquilaba un cómodo apartamentico adyacente a su casa. Nos tropezábamos de vez en cuando en el espacio intermedio entra ambas construcciones. Se asomaba con alguna de sus coloridas túnicas. Parecía una especie de ranjit singh bajo el sol del trópico. Patriarcal, con esa personalidad de recia virilidad caribeña envuelta en aquella suriyah de algodón de tonos delicadamente iridiscentes. Tierno contraste. Intercambiábamos diálogos tan breves como sustanciosos. Nos poníamos rápidamente al día uno al otro acerca del panorama del arte y los quehaceres personales y nos despedíamos con esa sensación mutua de cumplida vecindad.
En cierto momento hablamos de la posibilidad de escribir un texto para un sumario de su obra, pero nunca se concretó. Apareció otra propuesta más solvente y esa es la fórmula que rige en tiempos actuales en los proyectos de promoción y difusión del trabajo artístico.
Hace unas horas me llegó un mensaje de su esposa, Elisa, mi querida amiga, avisándome que su Andrés Valerio estaba herido de muerte por el Covid. Que quizás no sobreviviera las próximas horas.
Llevo segundos observando el intermitente del cursor mientras pienso la próxima frase a escribir. Tengo necesidad de destapar un Pinot Noir antes de seguir. Estas despedidas imprevistas siempre aturden.
El dolor es intenso. A partir de ahora, cada sorbo de licor es un paliativo.
Se nos va un maestro y el calificativo se hace diminuto. En cada letra de su prolongadísimo significado profesional. En cada gesto de su generosa condición humana.
Su obra es una inmensa gestión de talleres. Andrés Valerio fundió en su paleta e imaginación el legado de escuelas, tendencias y géneros de disímiles territorios y épocas. Esa versatilidad lo convirtió en raro e inclasificable en el escenario pictórico cubano.
Era capaz de amalgamar el retratismo de Rembrandt con las influencias lúdicas de Dubuffet. Arropar el clasicismo de Velázquez con los paños de la abstracción. O conectar las acritudes expresionistas con los vuelos poéticos de Chagall.
Su trayectoria ha incorporado desde lo clásico hasta el expresionismo, desde la figuración y el hiperrealismo hasta las neblinas de la abstracción. Su obra es uno de los ejercicios más holísticos conocidos en el arte cubano.
Es, quizás, el más ecléctico de nuestros pintores en el exilio.
La obra de Andrés Valerio al día de hoy es un compendio de exuberancia, barroquismo, excepcionalidad, visión alternativa, fusión y originalidad… apoltronado siempre en la humildad, recogimiento, entrega y paz que lo caracterizaron a la hora sagrada de crear.
Nacido en La Habana en 1934, Valerio se graduó de la escuela Villate a los quince años e ingresó en San Alejandro en 1952, de donde se diploma con honores en 1958.
Su cosecha, durante los años de supervivencia bajo el castrismo, fue estigmatizada y marginada por la carencia de afiliación de sus contenidos a la ideología del poder.
Se exilia durante el éxodo del Mariel en 1980.
En 1982 gana la Beca Cintas. A partir de entonces participa en más de 70 exposiciones colectivas y realiza 16 muestras personales.
Su trabajo forma parte actualmente de innumerables colecciones privadas e institucionales de Estados Unidos, España, Italia, México, República Dominicana, Alemania, Puerto Rico, Panamá y Cuba.
Su legado y su dedicación a la promoción cultural fueron dignas de reconocimiento por las alcaldías de Miami, del condado, Sweetwater, Hialeah y Miami Beach.
Me han confirmado su partida.
Buen viaje, querido maestro. Nos queda tu persistente sonrisa, tu abrazo y esa memorable galería de criaturas, luces y colores.