¿Acaso no tiene todo cubano un chino detrás? ¿O un plato de arroz frito detrás? ¿Acaso casi todo cubano no aprecia la comida china, o tiene un antepasado chino, o disfrutó viendo películas de Kung-fu? Y esa dualidad chino-cubana, paciencia más choteo más estridencia más resignación, ¿no estará en los orígenes de la longevidad del castrismo?
Algunos cargan los dados sobre España, otros sobre África e incluso sobre el detonante árabe oculto en la escopeta ibérica, ¿pero y China? ¿Y los chinos? ¿Tienen alguna responsabilidad en la persecución de los «62,000 milenios» que el cantante Raúl Torres, cual mandarín sabático, pretende en Patria o muerte por la vida? ¿No andarán por ahí, metidos de trasmano? ¿Raúl Castro no es medio chino?
¿De dónde son los cantantes finalmente?
En cualquier caso, quien en su niñez haya degustado un arroz frito en el Pacífico –me refiero al restaurante chino de Centro Habana— habrá atesorado para siempre el fluir del tao en la pelea del león contra el mono amarra’o, en el esqueleto del leopardo saltando hacia el vacío de la sabiduría primordial, en el vuelo del halcón meditando sobre la paloma iluminada. Escapar a través del paladar de generaciones de mujeres y hombres recordándote, explicándote, sugiriéndote, rogándote que escapes. Que escapes para que alcances tu definición mejor, que diría el poeta. Para degustar, por ejemplo, un arroz frito en el Palacio de los Jugos de Miami (tan lejos del castrochinismo y tan cerca de Nueva York y su delicioso barrio chino).
Jama y libertad. Abajo el comunismo. Patria y vida.