Han transcurrido 31 años de los hechos que voy a narrar. Lo conversé con mis padres en las semanas posteriores a mi regreso a Cuba, pero nunca lo he contado a nadie más.
Si escribir mis novelas Cualquier tiempo pasado… y Pero sueño con árboles me ayudó a procesar y superar las consecuencias emocionales de lo vivido, este episodio no he podido acabar de “digerirlo” y sigue merodeando en mi mente tantos años después, con su pesada carga de vergüenza ajena, que contribuyó a que me cuestionara mi presencia allí y muchas otras cosas, como parte de un largo proceso que marcó el despertar de mi conciencia, el definitivo cambio de mi rumbo y, finalmente, me condujo a la emigración.
El 21 de enero de 1990 amanecimos conmocionados en la 80 Brigada Tanques de Lobito, provincia de Benguela, por la noticia del ataque de un nutrido comando de la UNITA a la purificadora de agua del Valle de Hanha, en el territorio controlado por aquella gran unidad de las tropas cubanas. Según las primeras informaciones, se había producido una masacre, que incluía a varios combatientes cubanos muertos y heridos.
A los pocos días de mi llegada a Angola había sido asignado a la 80 BT, como ayudante del juez militar de la brigada, lo cual me permitió participar en las investigaciones de una serie de sucesos acontecidos por aquellos días. Particular impacto tuvo en mí la imagen de los cadáveres de los cuatro cubanos fallecidos durante la escaramuza, así como el deplorable estado de los sobrevivientes. El análisis de las causas y condiciones que propiciaron aquellos hechos reveló las graves violaciones del ABC de la seguridad, la falta de disciplina elemental y de supervisión al funcionamiento de aquella pequeña unidad, lo cual dejaría importantes lecciones.
Los once combatientes cubanos que custodiaban la estratégica purificadora de agua del Valle de Hanha, a pocos kilómetros de la zona ocupada por el 85 Grupo Táctico, incumplían las más elementales normas establecidas en medio de una guerra que, si bien ya no tenía la intensidad previa a la firma de los tratados tripartitos de paz, distaba mucho de haber concluido. Aquellos hombres pasaban sus días y sus noches en un inconcebible estado de relajación, sin vestir el uniforme completo, con las armas reposando en el armero de la unidad, descuidando las guardias establecidas, mezclados con la población civil, como si se tratara de un campismo, en vez de una unidad militar en un enclave de particular importancia.
En las semanas previas al ataque, los efectivos de la UNITA habían saboteado sistemáticamente las líneas de comunicación, de modo que casi todos los días los ‘linieros’ tenían que salir a repararlas. Las últimas noches hubo evidencias de que la pequeña unidad estaba siendo observada por exploradores enemigos, pero no se tomó medida alguna para impedirlo, ni se informó a los mandos superiores.
De acuerdo con la información recopilada durante la investigación de los hechos, alrededor de las 4 a.m. se inició el ataque simultáneo de unos trescientos guerrilleros de la UNITA a la aldea y a la purificadora. Los lugareños identificados como colaboradores del gobierno del MPLA, incluyendo al líder local y su familia, fueron degollados. Uno de los soldados cubanos, a quien al parecer le traicionaron los nervios, vio desde cierta distancia cómo los atacantes entraban a la casucha donde dormían sus compañeros y remataban a los heridos, sin que él, que portaba su AKM, hiciera nada para impedirlo.
No fue ágil la movilización de los efectivos del 85 Grupo Táctico, que debió socorrer a la pequeña guarnición. Cuando llegaron al lugar, solo encontraron cadáveres y algunos heridos. La UNITA, en su retirada, se llevó consigo al resto de la población civil, como escudo humano para impedir la represalia de las tropas cubanas.
Informado del ataque el cuartel general de la Misión Militar Cubana en Luanda, su máximo jefe, el general Leopoldo Cintras Fría –hoy general de Cuerpo de Ejército y ministro de las Fuerzas Armadas– se desplazó en helicóptero hasta la sede en Lobito de la 80 Brigada de Tanques, donde estableció un puesto de mando.
Según los datos obtenidos por los exploradores enviados, el comando atacante y sus rehenes se desplazaban con relativa lentitud, alejándose del Valle de Hanha.
El general “Polo” valoró la gravedad de lo sucedido y sus posibles consecuencias. Si aquella acción quedaba sin respuesta, podría establecer un precedente que condujera a nuevos ataques a las posiciones de las tropas cubanas desplegadas por todo el territorio angolano, otorgando a los guerrilleros una total impunidad con la toma de rehenes.
Con el absoluto peso de su jerarquía y de su cargo, “Polo” ordenó precisar las coordenadas de aquella masa humana que se desplazaba en dirección contraria al Valle de Hanha y decidió sin pestañear la respuesta que consideró adecuada. Se emplazó de inmediato una pieza de artillería reactiva BM-21 de la dotación de la 80 BT y el general ordenó abrir fuego.
El accionar de aquella máquina de muerte nos ensordeció a los cientos de hombres y mujeres presentes en la unidad.
Transcurridos aquellos interminables minutos, se ordenó a los exploradores de avanzada dirigirse al lugar e informar. Lo que encontraron fue simplemente dantesco: solo se distinguían fragmentos de los cuerpos de cientos de seres humanos aniquilados por los cohetes reactivos. Como era de esperar, no hubo un solo superviviente.
No logro explicarme cómo se puede decidir con semejante frialdad el destino de tantas vidas. Tampoco trato de entenderlo, porque el razonamiento de los militares suele contradecir la lógica y otras valoraciones de los civiles. Lo cierto es que lo sucedido aquel 21 de enero de 1990 sería juzgado en cualquier tribunal de este planeta como un crimen de lesa humanidad, con su correspondiente condena.
No obstante, el general Cintras Fría fue condecorado como Héroe de la República de Cuba y ascendido sucesivamente a general de división, general de Cuerpo de Ejército y, finalmente, a ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Es un episodio más, de los muchos todavía por revelar, de lo sucedido durante dieciséis años de participación en una guerra ajena a los intereses del pueblo cubano, solo al servicio de las ambiciones personales de un caudillo que se sumó al rejuego geopolítico de las potencias mundiales, llenando de luto y sufrimiento a la familia cubana.
El desprecio por las vidas ajenas constituye un patrón de conducta de los mandamases del régimen: lo mismo hicieron con los ocupantes del remolcador «13 de marzo», que hundieron sin compasión, pese a su preciosa carga humana.