La miseria estuvo siempre, agazapada debajo de los ojos, debajo de la piel de mis coterráneos, en la muesca de mis compañeras del 89, cuando el río era una escapada hacia la sangre, una fiesta de hormonas infelices que comían chícharos cada mes. Aún no éramos especiales y yo mordía el cabo inexistente de mi cepillo dental, trucaba palabras para defender mi sombra de las huestes malintencionadas que rompían taquillas, cepillos, tazas sanitarias, escobas, libros, reputaciones, y llevaban a los débiles rumbo al suicidio.
La miseria estuvo siempre y el muro estaba intacto.
La miseria tenía algunos años en letras romanas afincando la parte superior de los cuadernos.
Y cada pauta ejemplarizante en el corral se hacía más estrecha, y las mentes adaptadas a las pautas, y las carreteras más estrechas, ya veredas, ya caminos, ya trillos por donde solo cabía una ideología.
Cuando el muro cayó, las máscaras se difuminaron por los aires, crecieron las chantas en las fauces del estrado y el caimán durmió una siesta en medio del sobresalto. Yo mastiqué latex, tú masticaste látex, él masticó látex, ella masticó látex, nosotros masticamos látex, ellos… ellos masticaron la fibra tierna de la prohibición, chorrearon las preocupaciones del rebaño y permitieron que las gomas se convirtieran en la planta de los pies, el rostro de la miseria miraba hacia el mar, siempre al mar. Entonces el oleaje era cómplice del alma, mientras los mariscos se derretían en las fauces de la cúpula y los peces huían despavoridos hacia los grandes hoteles.
Millones de gritos emergían de las profundidades marinas, con tormenta, sin tormenta, miles de voces acuciaban la llegada al monstruo, otras voces estrellaban su indignidad en las paredes de la humildad, abasteciendo sus karmas en el cinismo de los insufribles.
Y fuimos testigos de la magia que convertía objetos en comida, trastes en vehículos, amor en interés. Y la capital se llenó de muescas orientales, de muescas llenas de sueños y necesidades, que confundían sus lenguas junto al malecón. Animales extraños y jocundos barrieron con las muescas más jóvenes a cambio de un jabón de tocador.
La miseria estuvo siempre, esquizoide y gestante, pariendo nuevas miserias cada vez. Con los ojos llorosos, mendigando.
Con el corazón descarrilado y loco.
El caimán es un bostezo sin fin. Languidece bajo la guillotina del subrrealismo, la mentalidad de los muñecos. Guante, marotes, cartuchos, digitales, esperpentos, con varillas, parlantes, peleles, mimados, planos, de mesa, de piso, de agua, sombras chinescas…
Todos por el trillo de la perdición, la beligerancia, la envidia.
Cierto día ¡un, dos, tres, alé! Y brotaron los ángeles. La calle resplandeció, la calle fue testigo de la explosión desatada en cada puerto.
Una canción desesperada surgió de las vidrieras, del absurdo, de las filas de la inseguridad, del hambre y la imposibilidad de andar a pie sobre un caimán inerte, atormentado. Un caimán vacío y roto. Con el rostro desgarrado, obscuro. Devastado por un cáncer antiguo y violento.
Pronto cortaron las alas a los Ángeles. Los héroes murieron otra vez. Los mataron tras el vidrio, saturaron sus rostros de mentiras. Mentiras que creyeron los idiotas desde la tiniebla de los barracones.
La miseria ha estado siempre en todas partes, y en el centro de mi casa.
Ana Rosa Díaz Naranjo. Poeta, narradora, artista de la plástica y actriz. Graduada de Lengua Inglesa. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía Pasos en el borde (Editorial Sanlope, 2003) y Otra vez el cielo (Editorial Negro sobre Blanco, 2013) y las novelas El Hueco (Ilíada Ediciones, 2019) y Rani y la charca misteriosa (Editorial Primigenios, 2020). Textos suyos han sido publicados en antologías y revistas en Cuba y el extranjero.