A 55 años de las Umap (III)

Tercero de una serie en cinco partes sobre las atrocidades sufridas por quienes fueron enviados a las UMAP. Estos avatares resultaron basamentos fundamentales de la novela del propio autor, Un ciervo herido


Antes de cerrar las puertas, soldados en pequeños grupos corrieron hacia atrás y hacia delante —se cruzaban unos y otros— a unos cuatro metros de distancia de los vagones, anunciándolo; y llegaron otros para advertir a los reclutados que tenían que “guardar disciplina” y que ellos, los soldados, estarían al tanto desde sus sitios en otros vagones.

Varios de los hombres aconsejaban en alta voz que era necesario cerrar los ojos y, al abrirlos, ya la oscuridad sería menos. Pero nunca fue ostensiblemente menos mientras los vagones estuvieron cerrados. Y no lo estuvieron solo cuando, al acercarse a algún pueblo, eran abiertos; desde fuera, por los soldados, se entiende.

La oscuridad era compacta y resultaba un agobio extra oír, perennemente, los quejidos en alta voz, a gritos, como si quienes los prodigaban intentaran ser escuchados, de todas todas, por encima del ruido del tren en movimiento. Solo entraban algunos hilos de luz por los laterales, arriba. Seguramente, ciertos vagones estaban destinados a transportar algo que contuviera químicos: no pocos de los hombres estornudaban sin parar, mientras otros se quejaban de que los estaban escupiendo.

Todos serían un amasijo de sudor; el calor dentro del vagón sería mucho más que en el exterior. Y eran un amasijo de conjunto: iban pegados unos contra otros, como podían, más el impedimento de los equipajes. En sendos extremos había un perol con agua de tomar. Pero llegar hasta allí, para los que viajaban en medio —los más—, resultaba el azar; tenían que andar a tientas, apoyarse en los cuerpos de los demás; caían, discutían, se golpeaban al bulto. Y finalmente, en muchos casos, se escuchaba el pesar: no traían con qué tomar; y era el azar mayor pedir prestado un vaso en la oscuridad. Hasta el final se escucharía, entre maldiciones, la queja de que algunos estaban valiéndose de las manos para tomar el agua.

El tren hizo la primera parada quizás dos horas después, en las afueras de una población: a los lejos se veían las cimas de las casas más altas. (Posteriormente, las paradas serían semejantes, siempre cerca de los sitios poblados, nunca justamente en ellos.) Abrieron las puertas y llegaron soldados repartiendo una lata de sardinas per cápita, exigieron que cada uno tomara su lata y se fuera hacia el extremo del vagón que indicaban, para que no hicieran trampas. “No vayan a coger de más”, aclaraban. Junto a cada puerta estaban soldados con fusiles en ristre. No había permiso para bajar, contestaban. ¿Y para orinar?, preguntaron varios. ¿Si no había permiso para bajar, cómo lo habría para orinar “aquí afuera”?, respondió uno, sobre todo ese uno. Lo real era que nadie podía saber cuántos hombres ya se habían orinado en el vagón; ni qué varios, además de los churres todos del camino, tenían orine en sus ropas y piel. Será difícil para los reclutados olvidar los portazos de las puertas corredizas al cerrarse: con estos iniciaban los largos tramos de ceguera impuesta, promiscuidad, golpes involuntarios entre sí y contra las paredes de tablas.

Pocos de los reclutados tenían abridores y así las latas de sardina eran estalladas contra las maderas o cualquier trozo de piso disponible; a tientas. Ni tenían cubiertos y las sardinas eran tomadas con los dedos, succionadas con las bocas, que luego expulsaban las pieles, aceites y huesecillos en la penumbra. Dentro del calor, que parecía desleír los cuerpos, los malos olores fueron aumentando en la medida en que el viaje continuaba; hedores a sardina, excremento, orina, sudores, sangre.

Para sobreponerse al ruido del tren en movimiento, en ocasiones era necesario gritar con mucha fuerza y a la vez contar con una voz igual de aguda. Por lo general las voces formaban un murmullo alto —valga la paradoja— que llegaría a producir un letargo colectivo. Sin embargo, aquella se superpuso al ruido ambiente y a las demás: “¡No resisto más! ¡Quiero ver, quiero ver!”, gritaba o más bien chillaba aderezando la frase con palabras malsonantes. Era la voz de un hombre flaco, encorvado, con su pelo cepillado castaño claro, de ojos grandes y la piel de la cara muy pegada a los huesos; estaba sin camisa y las costillas se le podían contar con la mirada. Esta descripción solo fue posible cuando, en una de las paradas del tren, el hombre continuó con los mismos gritos luego que los soldados abrieron la puerta del vagón. Y gritando se lanzó contra los guardias, para caer de bruces contra la tierra. Y siguió gritando, aullando, chillando “¡quiero ver!”, a la vez que se quejaba de los dolores cuando se lo llevaban.

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Félix Luis Viera
(El Condado, Santa Clara, Cuba, 19 de agosto de 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros. En su país natal recibió el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que ya había recibido, en 1983, por su libro de cuentos En el nombre del hijo. En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio y el premio Pluma de Oro de Publicaciones Entre Líneas. Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba. Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros. En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable. Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son. Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.