Segundo de una serie en cinco partes, sobre las atrocidades sufridas por quienes fueron enviados a las UMAP. Estos avatares resultaron basamentos fundamentales de la novela del propio autor Un ciervo herido
Los gritos de “¡De pie!” se escucharon antes del amanecer. Algunos de los hombres, también gritando, dijeron que no sabían qué significaba “De pie”. Los soldados llevaban lámparas de mano y recorrían el barracón instando a levantarse. Algunos de ellos pateando con fuerza el piso mientras repetían “¡antes del amanecer, antes del amanecer!”.
El barracón estaba rodeado de jeeps y tres o cuatro camiones del ejército. Los faros de estos ofrecían la única luz. Serían en total 80 o 90 hombres. En la penumbra, los soldados repartieron un pedazo de pan con algo que debía ser mantequilla. Algunos de los citados exclamaban “agua”. Un soldado, sobre todo ése, cuando escuchaba esta expresión respondía en alta voz: “¡En el ejército no hay sindicato!”.
Debieron subir a los camiones en medio de la oscuridad. De nuevo, en los extremos de la plancha, iban soldados con fusiles. El silencio, el silencio de los hombres, se podía tocar, si descontamos algunos quejidos, rezos, suspiros. Se escuchaban realmente los ruidos de los motores, de algún ave nocturna, de las ramas pegando contra los laterales de los camiones: el camino era de tierra y estrecho, lo decían los baches.
Antes de la parada final, los camiones se detuvieron. Reanudaron la marcha cuando el sol ya apuntaba. Finalmente, fueron a dar a una explanada rectangular cruzada por las líneas del ferrocarril. Allí estaban otros militares, que “recibieron” a los encartados de mano de los anteriores. Arrimaron a los hombres hacia un lado; los amontonaron más bien custodiados por un grupo de guardianes con fusiles en posición de «porten armas». Se sintió a lo lejos el ruido de una locomotora que al fin, cuando pasó, resultó ser de color negro, antigua, de vapor. Arrastraba una ristra de vagones de carga, cerrados. El convoy se detuvo y dos soldados, que tenían aires de jefes, fueron hasta uno de ellos y regresaron con otros militares que cargaban unas calderas grandes que, luego se sabría, contenían leche. Una leche acuosa, tibia. No todos los citados traían vasos y esto demoró el trámite: unos debieron esperar a que terminaran de beber los otros, los que sí traían vasos.
Ya en la claridad, fue posible ver que la mayoría de los citados estaban magullados, con las ropas renegridas de churre y cagarrutas de chivo, y el miedo en toda la cara. Unos, extrañamente, habían acudido a la citación vestidos de blanco.
Al mirar hacia los cuatro puntos cardinales, no se veía a nadie que no fueran los soldados y los citados.
Los soldados ordenaron hacer una fila paralela a los últimos vagones y, cuando la avanzada de los reclutados llegó justo a la entrada del primero de estos últimos, que tenía la puerta abierta, mandaron a subir. Uno de los hombres, gordo más bien, de pelo y piel rojizos, quizás de 25 años de edad y que cuando estaban repartiendo la leche se había hecho llamar María Elena, dijo entonces: “Yo no puedo subir”, mientras mostraba sus manos ocupadas con sendos maletines y, agarrada contra una axila, una bolsa de tela. Se apartó de la fila. Un soldado se le acercó moviendo la cabeza de un lado a otro. Lo conminó rozándole el pecho con la culata del fusil. Pero el de pelo rojizo negó con la cabeza y, con varios gestos de cara, volvió a llamar la atención sobre su equipaje. El soldado silbó avisando a uno de sus pares que se encontraba lejano de la fila. Éste se acercó y a una orden tomó los dos maletines del pelirrojo y los impulsó hacia dentro del vagón. Y abrió la bolsa de tela. Era un osito de peluche, muy gastado, raído, rosado un día. A una orden, el soldado que se había acercado lanzó el osito lejos, contra la yerba.
Los laterales de las líneas estaban rellenos de piedras filosas, sobresalientes. Para los hombres de más edad, para los más pesados, para los menos preparados físicamente, en fin, no resultaba sencillo subir desde las estelas de piedras que atemorizaban, a la vez que dificultaban el equilibrio, de un solo movimiento al piso de los vagones, como querían los soldados. Uno, que luego diría se llamaba Agustín San Román, muy alto, delgado, mulato, de unos 30 años de edad, trastabilló y fue de rodillas contra las piedras. Se quejó en silencio. Cojeando, recogió sus pertenencias y las deslizó hacia dentro del vagón. Dos de los que ya estaban dentro lo ayudaron; tuvieron que arrastrarlo hacia sí.
Cuando ya todos habían subido, aparecieron por un camino enyerbado, enfrente, otros camiones de donde los escoltas hicieron bajar a grupos semejantes. Pasaron por el mismo proceso, leche incluida desde las calderas.
Cuando ya los últimos en llegar habían subido, las puertas de los vagones, sin embargo, continuaron abiertas. Y unos minutos después se escuchó el ruido propio de otras que se abrían; eran las de los vagones delanteros. Voces que llegaban desde allá. Gritos de los soldados que, hacia allá, lejos, acarreaban otras calderas de leche.
En un rincón del vagón que ocupaba, María Elena se mesaba su diezmada cabellera rojiza, sentado sobre sus dos maletines. Tenía la vista perdida en el piso, repleto con los cuerpos de sus compañeros de viaje.
Se escucharon gritos que avisaban que ya iban a cerrar las puertas. “El tiempo apremia”, gritaba uno de los que venían dando la orden a los que se hallaban apostados en las puertas.
Era la media mañana del domingo 19 de julio de 1966.
En el vagón que le había tocado, uno de los hombres, de unos 20 años de edad y cuya cabellera debió de ser frondosa —negra era— antes de raparse, como exigía la citación que lo había llevado hacia donde estaba ahora, gritó casi:
“¡Los golpes se pueden cobrar, pero no hay vida que alcance para cobrar la humillación!”.
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