El imperialismo ha muerto. ¿Podrá reinventarse el nacionalsocialismo postalita?

La isla que soñaba con ser continente (Sandra Ramos, detalle)

Un cuadro de la pintora Sandra Ramos —La isla que soñaba con ser continente— refleja mejor que cientos de cuartillas minuciosamente manuscritas la dimensión de lo cubano en algunas de sus vertientes sociológicas o sicológicas. En un primer plano aparece el malecón habanero; contra el muro y a lo largo de él se acomoda una serie de personajes típicos de la historia o la cotidianidad insular. Al fondo y al centro, sobre el mar, el conjunto sobredimensiona la figura desnuda de una mujer que sueña (esto último resulta particularmente definitorio).

La silueta de esa mujer es Cuba. El sueño de esa mujer —representado un poco más arriba de su rostro, a la derecha— es también la Isla, pero una isla enorme, imperial, que partiendo del Caribe atraviesa el Atlántico hasta alcanzar la costa surafricana. Redecorando el mapamundi, Cuba deviene objeto de su propio deseo: el de la isla que quiso, y de cierta manera tangencial todavía quiere, ser continente.

A partir de 1959, con el triunfo y la posterior institucionalización del castrismo, la ambición latente del cubano despierta a una realidad aparentemente propicia. Como en el cuadro de Ramos, la Isla adquiere una preponderancia política, y por extensión geográfica, que la aúpa a los primeros planos de la escena internacional. Las décadas del sesenta, del setenta y en menor medida del ochenta sirven de trasfondo a un clima de guerra fría en el que Fidel Castro se desenvuelve como pez en el agua. Cuba ya no es la llave del golfo desde un punto de vista comercial, sino geopolítico, y la llave no está ahí para abrir algo sino más bien para cerrarle una y otra vez las puertas a todo aquel que no abrace la religión oficial: el castrismo. Pero la influencia de la mayor de Las Antillas no se limita sólo a Latinoamérica, también desembarca en África e incluso en Europa y Asia. Se trata de la globalización de lo cubano, para emplear un término de moda. Hay algo de “destino manifiesto” en esta suerte de imperialismo tercermundista.

En un sentido sociológico, el castrismo ha sido el altoparlante a través del cual se ha expresado lo peor de Cuba. Lo peor pero también lo más idealista: ese nacionalismo cubano histriónico, despistado, pretencioso como pocos, que durante más de un siglo ha sido incapaz de fraguar la nación y/o civilizar el país en cualquiera de sus variantes, ya sea como aliado u opositor de Estados Unidos. Un nacionalismo que, como todo populismo, rebasa lo ideológico por la izquierda y por la derecha. Pan duro con Reality Show.

Cuba es la pachanga mezclada, lo terrenal en su versión más impura y, por lo tanto, más completa: lo asiático, lo africano, lo europeo e incluso lo indígena se dan cita en ella. Cuba es el faro —punto de referencia entre el norte y el sur—, la insularidad andante y, sobre todo, el espejo que hasta 1959 reflejó en Latinoamérica el desarrollo norteamericano, y con ello la modernidad.  Así, la vocación de universalidad que alimenta el espíritu egobiado de la sociedad cubana se da de bruces, ya derrocado Fulgencio Batista, con su interpretación y su instrumentación. El instrumento y el intérprete son en este caso la misma persona. Cuando la revista Bohemia publica en gran tirada la imagen de un jefe de la revolución cuyo supuesto parecido con Cristo es resaltado hasta el delirio, no está retratando una realidad, sino expresando un deseo. El deseo postalita, la ambición de trascendencia de un pueblo que se endiosa a sí mismo por medio de su “salvador”.

Enseguida Fidel Castro se volvió, a los ojos del cubano que “se creía cosas” —hipnotizado por los fuegos de artificio de su agobio (egobio), de su desaforada arrogancia—, una especie de síntesis o expresión simbólica de lo criollo. Ya no se trataba sólo del Dios, del Mesías, sino del cubano típico, característico, él y todos al mismo tiempo. Castro era el pícaro, el que aprovechaba cada coyuntura con habilidad de chulo de barrio. El temerario, el alardoso, el que le guapeaba a María Santísima. El hablantín, el “genio estable”, el adivino. El gran comediante, el vendedor de chatarra por antonomasia. El populista, en fin: el Mussolini, el Chávez, el Führer caribeño, suerte de Comandante en Fake a la cabeza del disparatado, y contraproducente, circo nacionalsocialista.

Así, cuando decide conquistar el mundo para la causa del comunismo (léase, en realidad, del castrismo), el difunto llevaba a la práctica ese nacionalismo de pacotilla que, por contra, tiene conciencia y raíz universales, y lo hacía desde una cubanidad visceral, tentativamente imperialista. En él se entremezclan y convergen lo mejor y lo peor del carácter insular, aun cuando lo peor predomine en este caso, siempre, sobre lo mejor.

Pero tampoco hay que exagerar. Hablaba al principio de un segmento de la población egobiado, está claro, aunque ese segmento —ahora mayormente oportunista o crecientemente apático— redondee el coro dentro de un sistema que reprime, excluye o controla cualquier clase de disidencia, y ello parece ser lo que cuenta. En cualquier caso, los años ochenta, o sesenta, no son los dos mil. Agotado el proyecto idealista, hecho polvo el máximo charlatán, hoy sobrevive fundamentalmente la estructura sociomilitar: la arrogancia parasitaria —enorme paradoja— y el miedo a la libertad, a la responsabilidad, en manos del aparato de control totalitario.

El imperialismo ha muerto. ¿Alcanzarán el egobio, el casco y la mala idea para sostener a Díaz-Canel o a los hijos de Raúl y relacionados? ¿Podrá reinventarse el nacionalsocialismo postalita?


 

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Armando Añel
Escritor, editor, zensicólogo. Ghost Writer. Entre los años 1998 y 2000 se desempeñó como periodista independiente en Cuba. Tras recibir el premio de ensayo anual de la fundación alemana Friedrich Naumann, con la revista Perfiles Liberales, en febrero del año 2000 viajó a Europa, donde residió en España e Inglaterra hasta radicarse en Estados Unidos en 2004. Tiene una docena de libros publicados. Dirige Neo Club Ediciones y es uno de los coordinadores del proyecto Puente a la Vista y del Festival Vista.