El Hueco (Ilíada Ediciones), de Ana Rosa Díaz Naranjo, es una impresionante novela de personajes. Desde las primeras páginas, el lector se ve arrastrado a la respiración de este monstruo, en un ambiente rústico, opresivo, desigual. La narradora, hábilmente, entroniza la devoción a la Virgen de la Caridad en estas vidas que desgrana como el maíz a las gallinas del patio, como el testimonio de un lugar tan perdido como encontrado en nuestras consciencias, la fealdad del pasado y las malas acciones del presente que definen el destino de cada cual.
Odio. Rencor. Fragilidad. Víctimas. Ansias de trascender el cepo de una realidad sellada por la miseria y la pobreza espiritual. Así se va tejiendo el conflicto. Lenguaje directo, sin decorados, haciendo honor a los personajes que presenta y que se presentan (de pronto) en los miedos del lector, en su curiosidad sin límites.
Muchos hasta pensarán que exagera, que en varios pasajes acude al efectismo, y es imposible presenciar historias como estas en los campos de la Cuba del siglo XXI. Mas yo, que provengo de monte adentro, sé perfectamente que a diario, allí donde el diablo da los últimos tres gritos y casi nadie se acobarda, suceden cosas como estas y peores. Aunque difícilmente haya cosas peores en cualquier parte del globo terráqueo.
La semántica es concisa. Narra desde las vísceras, con un agudo sentido del humor en la jerga y en las poses, influenciada también por sus propias vivencias. Poética del abandono. Himno a la voluptuosidad “del cubano de a pie” y sus horrores, sus clamores, sus deseos más queridos cuando parece que ha tocado fondo. Y sigue arañando una verdad fantasmal pero necesaria en la fucking novedad que nos anima a seguir respirando, ya no tan cerca del monstruo… o quizá más cerca de lo que suponemos.