Me lo dijo, confuso, llorando, Alfredo Crespo, su amigo del alma y partner: “Se ha muerto, coño, se ha muerto”. Se refería a nuestro hermano Robert Alexis. Alfredo llevaba 20 años acompañándolo. Robert estaba ingresado en el hospital “Coral Gables”. Era médico. Buen médico. Padecía el Covid 19. Permitidme que utilice mi columna semanal para tocar un tema personal. Es una despedida.
Robert, la noche anterior me había dicho por teléfono que se estaba recuperando. Muy pronto abandonaría la Unidad de Cuidados Intensivos y esperaba estar de nuevo en la calle, viendo a sus pacientes. No obstante, me dijo que prepararía su retiro cuanto antes. Pensaba jubilarse en el norte de Florida, cerca de su hija Marie, enfermera, su yerno Manuel, y de su hermoso nieto Dylan.
Una hora antes de morir habló con Marie y le repitió sus proyectos. Adoraba a sus hijos, especialmente a su hija y a su nieto. Su hijo Thane enseña Filosofía hace años en Chicago.
Estaba feliz y eufórico, aunque esa mañana se había sentido muy cansado. Ese fue el único síntoma que sintió. Murió de un infarto masivo. Al menos no sufrió nada.
Los cuatro ventrículos se le destruyeron simultáneamente. Trataron de revivirlo durante una hora y 45 minutos. «Más del doble de lo que aconsejan los protocolos», me dijo, conmovido, Fernando Vélez, un enfermero que era su amigo. Acaso la edad, la diabetes infantil que padecía, o el sobrepeso, contribuyeron a su muerte, pero el culpable directo fue el Covid 19.
Mi hermano Robert nació en La Habana el 12 de septiembre de 1950. Hacía muy poco que había comenzado la Guerra de Corea. Lo sé porque yo escribí un poema espantoso relacionando los dos sucesos. Cuando murió estaba a punto de cumplir los setenta años. Mi hermano mayor le llevaba casi 10. Yo casi ocho. Fue el hijo de la reconciliación de nuestros padres Ernesto y Manola. Suele ocurrir.
En efecto, papá era tan mujeriego y seductor que reconquistó a nuestra madre, su exmujer. Le escribió versos. La acosó. Nuestros padres se habían divorciado pocos años antes, pero tanto insistimos mi hermano Ernesto, y yo, dos chiquillos especialmente tercos e irritantes, que se volvieron a casar decididos a enmendar el desaguisado. Fue inútil. Años después acabaron divorciados por las mismas razones, pero en el ínterin nació Robert A.
Fue una bendición en todo sentido. Era un niño muy bonito. Mi madre, que algo se olfateaba, acaso porque Fidel Castro nos visitaba en La Habana y lo conocía de cerca, lo matriculó en el Colegio Cima, absolutamente bilingüe, de manera que cuando vino la debacle comunista y todos emigramos, Robert hablaba inglés tan bien que a los pocos días de instalado en su nueva patria ganó un concurso de spelling en el sur de la Florida para niños de 10 años.
En realidad, era el más estudioso e inteligente de nosotros tres. Tuvo una gran memoria. Aprendió francés sin acento en el High School de West Palm Beach que le deparó la suerte. Sabía mucho de música clásica, pero también de zarzuelas y otros géneros populares en español e inglés. Nuestra madre, Manola, se casó en el exilio, al comienzo de los años sesenta, con Davis Wyville, un estadounidense ligeramente parecido a Errol Flynn, que vivía en esa ciudad donde todos fueron razonablemente felices.
Robert heredó el oído musical de nuestros padres. Podía entonar canciones, algo que nos estaba enteramente vedado a Ernesto, nuestro hermano mayor, y a mí, aunque yo era el peor. Siempre cuento que, cuando cantaba el himno nacional en la escuela –un plagio de Mozart de Las bodas de Fígaro-, invariablemente alguien me quería acusar de traición a la patria y proponía fusilarme al amanecer.
Robert aprendió muchas cosas en la escuela vinculadas a la historia. Le encantaba la egiptología, aunque esa pasión sólo le duró lo que la adolescencia. Después se convirtió en otras querencias relacionadas con la historia y se intensificó, precisamente, con la historia de nuestra familia. Le apasionaba la genealogía.
Todo comenzó en República Dominicana, adonde había acudido a estudiar Medicina junto a Jill, su mujer de entonces. Se subió a un ascensor y se encontró a su doppelgänger. “¿Y tú quién eres?”, preguntaron al unísono con cierto nerviosismo. Los dos poco tenían que ver con el paisanaje caribeño. Eran rubios, altos, ojiverdes y de rostro cuadrado. Parecían germanos, polacos o rusos. “Yo soy Landestoy de Baní”, le dijo el otro.
Mi hermano recordó que entre los apellidos que le había escuchado mencionar a nuestra abuela Maricusa Lavastida estaba el “Landestoy” de marras. Eran unos alemanes perdidos en el Caribe. Así que no tardó en averiguar que abuela y su hermana mayor, Graciella (Chicha), habían nacido en Baní, República Dominicana, y emigraron a Cuba muy jovencitas tras el establecimiento de la República en 1902. Como era típico de la época, se inscribieron como nacidas en la provincia cubana de Matanzas, en un pueblo cuyo juzgado había sido convenientemente quemado.
Recuerdo su voz entusiasmada cuando me aseguró, orgulloso, que nuestros antepasados dominicanos habían llegado a Hispaniola en el segundo viaje de Colón y allí habían permanecido durante 400 años. “Tú tienes la pasión de escribir –me dijo– porque, a través de abuela, tienes los genes directos de Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de Indias, quien se casara, por cierto, con la hija de Rodrigo Bastida, gobernador de la Isla”.
La pasión de Robert era viajar. Había estado en China y, últimamente, en Cuba. Visitó (tal vez tuvo una premonición) el panteón de la familia, lo limpió y le dijo a Alfredo que le gustaría que sus cenizas descansaran allí permanentemente. Ojalá Marie cumpla tus deseos, hermano querido. Todos te extrañamos mucho.