¿Qué es el capitalismo y qué entiende por ello el comunipithecus, subespecie que habita en varios países y aún parece predominar en Cuba? ¿Será cierto que el derecho a poseer corrompe y exacerba el egoísmo o es precisamente la ausencia de ello lo que ha hecho difícil el camino?
Dos cosas parecen claras: Primero, inevitablemente, la coexistencia humana está en función de quién posee qué y por ende quién decide; y segundo, hemos visto suficiente para reconocer que los que mejor han llegado a la modernidad lo han hecho respetando el término más proscrito por la izquierda radical: la propiedad.
Recordemos que nacer nos confiere derecho sobre nuestro pensamiento y acción. ¿De qué otro modo podemos ocuparnos de nosotros mismos? Este principio, el único que hace posible la búsqueda de la felicidad sin transgredir, ha batallado siglos por desplazar a la ley del más fuerte. Hoy en el mundo libre, por regla general, todo es de alguien, de quien legalmente lo adquiera, y, salvo pocos dominios comunes, todo es a su vez naturalmente privado.
Privado no significa algo robado o indebido. Por el contrario, solo implica que el fruto de tu esfuerzo y talento, sea físico o intelectual, provenga del gran negocio, o de la quincalla del abuelo, o simplemente del jornal del estibador, pertenece solo a tu voluntad. Véase que el socialista más convencido, inadvertidamente, practica este concepto a diario, ya sea al sentirse dueño de lo que ha “resuelto” acumular en casa, o jamás olvidar el día del cobro.
“Pero hay quien posee mucho, es justo que dé a quien no tiene”, responde un comunipithecus, ignorando que siendo legítimo, lo poco o lo mucho, lo de uso personal o para producir, no invalida tu derecho sobre lo que has ganado. ¿A ver si alguno de ellos me permite, por ejemplo mientras almuerza en su casa, retirarle su plato de comida o el tenedor con que come, a nombre del pueblo?
Por tanto, cualquier violación del derecho de propiedad, por pequeña o grande que sea, es atropello, es crimen. Y a menos que pueda demostrarse que las posesiones, en un lugar dado, provinieron de la agresión de los unos sobre los otros, toda revolución social que expropie, tras imponer su idea sobre el derecho al librepensamiento, es también crimen.
“Bah…, todo sistema tiene defectos”, se consuelan varios. La creencia común asume que el capitalismo es un orden diseñado antaño por un grupo que repartió a su favor los recursos. No necesariamente. Eso que llamamos sistema capitalista no es más que el resultado evolutivo de la infinita interacción humana.
El error reside en considerar que todo orden nace y requiere la presencia de un ordenador, de una consciencia que organiza, de ahí la coacción, la visión militarista de la sociedad, siempre uno a cargo, “aliviando” de responsabilidad a los otros. Sin embargo, existen los órdenes naturales, espontáneos, no impuestos, que evolucionan desde la variedad, y aunque algunos factores inciden más que otros, estos órdenes perduran, son consecuencia del choque de libres voluntades. El capitalismo, el desarrollo en general, es consecuencia de ello.
¿Cómo prevaleció este modo de interacción? Por necesidad. Una humanidad eternamente agrícola hubiese perecido. A fines del medioevo, el bajo insumo calórico de muchos y la escasa higiene retrasaban la multiplicación humana y justo esa agonía extendida provocó la liberación del pensamiento, de la ciencia; las monarquías empezaron a perder terreno y todo ello forzó un modo de relación más acorde.
Claro está, muchos de los ricos en esa etapa eran descendientes de linajes despóticos, pero esa proporción fue cambiando gradualmente. Mientras la premura de producir y comerciar nuevos y variados artículos expandió la renta y la seguridad del comerciante –pieza clave–, aconteció un cambio superior: el éxito a partir del esfuerzo emergía sobre el privilegio de haber nacido príncipe.
Fue brutal al inicio, pero incluso Marx reconoce que este proceso frenó a la autocracia y fue tabla de salvación para la civilización. Desde Galileo a Bill Gates, el capitalismo reabrió el camino a la tolerancia, a la libre inventiva y –muy importante– el riesgo que algunos tomaron entonces hizo a aquellas innovaciones accesibles hoy.
Válido añadir que ni en la era industrial, donde las opciones eran mínimas y el jornal ínfimo, el obrero trabajaba a punta de pistola; podía no rentar su fuerza y mendigar en la calles, podía ser ateo, podía conspirar. Ese obrero aprendió también a defenderse y ahora duerme protegido por sindicatos y uniones.
En contraste, la izquierda radical insiste en que toda propiedad es resultado de una indebida distribución ocurrida en el pasado, y que el poder económico del capitalismo actual proviene únicamente del saqueo. La misma historia omite que los gobernantes suman siglos vendiendo bonos del tesoro público y dilapidando inversiones extranjeras. Ver el más reciente caso de Venezuela, donde ya no saben qué decir a los acreedores.
El desarrollo nunca proviene de la distribución sino del intercambio .De ahí el atar al comerciante a la ruta de la seda y otras muchas, y a la moneda que evitó tener que cargar con el ganado a la feria para ser cambiado. La riqueza no se acumula para luego ser repartida, sino que unos pagan, por acuerdo mutuo, el trabajo o el fruto del trabajo de otros y viceversa.
Es significativo notar que una cosa es la desigualdad que surge debido a la preferencia de los consumidores y otra muy distinta es la que provoca el Estado al asignar privilegios. En la primera nosotros decidimos a quién compramos y a quién no, siendo el rico de ahora un producto de todos, pues determinamos sus ingresos. Ni siquiera el comunipithecus renuncia a comprar donde prefiere.
El mundo libre es como un tornado invertido. Debajo, desde la parte más ancha, usualmente brota toda la fuerza, todo el movimiento que sacude la comunidad y representa la cambiante e infinita suma de lo que los individuos desean. Sea acerca de un producto o de quién va a salir alcalde. El empresario puede proponer pero vive constantemente auscultando las tendencias.
Por su parte el socialismo, que sí obedece a un diseño, oculta una desigualdad programada, pues no es más que la redistribución arbitraria de privilegios. Los mismos que costó siglos eliminar, tras un cambio de libreto, retornan. La necesidad de asegurar resultados desterró al azar, la sorpresa, es un renovado Leviatán, ahora del hombre por el hombre libre. Véase Cuba, cuyo orden persiste en el “linaje” y la transferencia de estos privilegios.
“El capitalismo exacerba el egoísmo, y promueve ambición desmedida, además muchos duermen en las calles”, dice otro comunipithecus, tratando de levantar el ánimo. No es verdad. En el mundo libre el individuo es contenido al resultado de lo que produce. Y en su lucha por no ser excluido tiende a respetar la normas formales, las leyes, o las informales, el modo de conducirse, el comportamiento. Problemática común al emigrante no preparado.
Cierto que muchos duermen en las calles, pero, ¿cuántos de ellos realmente quieren trabajar y cuántos eligen la enajenación, el nulo esfuerzo, el discurso dadivoso y posan para la literatura igualitaria? Después de un tiempo compartiendo el mismo escenario, no es difícil responder esa pregunta. Lo mismo ocurre con la criminalidad, de la que tanto vive la prensa. No es lo mismo transgredir por elección –por desgracia se es libre para bien o para perjudicar a otros– a que la ilegalidad sea única opción.
El ser que crea la izquierda radical, salvo excepciones, toma lo que la autoridad le “asigna” por su trabajo, emplea energías en denuncias y justificaciones para acercarse a quien distribuye y además va por todo aquello que consigue en las grietas que el inmenso Estado deja. El hombre en su peor versión, sin barreras, incompatible con la civilización actual. El mismo que luego vemos afuera exclamar: “Ño, aquí hay que pagarlo todo”.
“Con los recurso naturales sí que no”, alardea otro, casi abatido desde el colectivo. Recientemente el premio Nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel, en defensa de la izquierda, señaló: “…los pueblos que no son dueños de sus recursos naturales pierden la soberanía”.
No queda claro de qué modo esos pueblos son dueños de dichos recursos. En el socialismo, el grupo en el poder no varía, de ellos parten todas las decisiones sobre estos patrimonios. No hay tal Estado administrando, son los mismos quienes tras el disfraz de aparato estatal, alto mando, etc., disponen eternamente.
En cambio, en democracia, quienes velan por los recursos naturales tienen potestad para manejar los presupuestos que el público paga, pero ello incluye la responsabilidad sobre estos lugares. Están expuestos siempre al chequeo de la comunidad y la posibilidad de ser sustituidos les obliga a ser eficientes. No creo necesario comparar un parque nacional en el mundo libre con uno en Cuba, por ejemplo. Uno de los problemas allí es que se confunde la imposibilidad del Estado en ser eficiente, debido al “mal exterior”, con la magnitud que allí el Estado ocupa. Magnitud que en sí misma es la causa principal de toda ineficiencia.
El capitalismo, estimado comunipithecus, al deberse mayormente a la espontaneidad, acepta el azar ante lo planificado, prefiere la duda ante la certeza y te exige lidiar con las causas antes de pasarte toda la vida justificando las consecuencias. Es difícil, agotador a veces, pero no por propósito de unos pocos sino por la libre emulación de muchos. No en balde, la sensatez termina prefiriéndolo y, como habíamos comentado, sí, es perennemente imperfecto, pero está presto a constante evolución, siempre hijo de la pluralidad y el incansable empuje de todos.