Ese poder transfigurador de la imaginación mediante el que Lídice Megla extrae poesía de las cosas más fútiles, es prueba de una gracia providencial. También conforma un perfil que delata sus raíces. Patrimonio del gran pájaro cantor de los campos de Cuba, cuyos trinos sintetizan la expresión de un arte que su madre aportó al citoplasma. Pues ya sabemos que es en la hembra donde se origina la virtuosa polifonía del sinsonte macho.
Es fácil comprender por qué con ningún otro de sus variados registros, Lídice demuestra sentirse tan a sus anchas como con aquel que emplea para dar respuesta al convite de la naturaleza. Antes y aun por encima del afortunado tirón inspirativo sobre el que habló Rimbaud hay una fuerza telúrica que le impone adentrarse en los misterios de la poesía no ya por conducto de los grandes motivos al uso, ni del espesor filosófico, sino a través de las tenues plegaduras del paisaje: “entre las manadas infra rojas del calor/ entre el plumaje de la clorofila,/ con los peces tibios sin grieta sobre su lomo/ respirando el día…”
Con tropos tersos como la piel de un caimito, la poeta nos revela su herencia entroncada en la guardarraya, el rumor de la corriente del río y el mínimo gorjeo de los tomeguines. Que tales atributos apenas representen ya vestigios de algún edén abandonado no obstaculiza que sigan acompañándole en largo periplo de evasión y desarraigo. Nunca es tan blanca la blancura perdida como en el recuerdo, diría William Carlos Williams. En tanto Lídice evoca: “la abuela con su bregar/aroma de tibia leche/del pecho que permanece/en lo que no existe ya…”. Los días de la infancia en predios rurales de Camajuaní burbujean entre las cataratas de Englishman River y el lapislázuli que va trazando las líneas del horizonte en Nanaimo. Felizmente, en ámbitos de la poesía, el tiempo como imagen móvil de la eternidad no es sino especulación, otra, y la distancia es cálculo frío: “Prisioneros del agua, los patos miran su silueta flotar/en el color del cielo…”.
Escanciando en el poema las minucias del entorno (en el detalle radica la sabiduría, apuntó su admirado William Blake), Lídice parece buscar –y encuentra– una simbiosis perfecta: poesía-memoria-instinto sublimado. La limpidez del verso, su concisión y luminosidad hacen el resto. Desde luego que estas recreaciones no se quedan, no podrían quedarse en lo material inmediato. Igual que sus encuadres no son unidireccionales. Discurren entre el exterior y su interior en ida y vuelta, transparentándolo todo a su paso, aun cuando a veces la claridad desvele los ángulos más oscuros: “Sinuosos espectros le cuelgan al día/Enjambres de ventanas custodiadas/por tarjetas sin más crédito/para sostener la fabulación de existir”. Se trata de la dosis de acritud justa para acentuar el contraste con una dulzura que es fundamento en sus versos, y sospecho que también en cada una de sus proyecciones humanas.
Esas lanzas que, según ella, aguijonean ocasionalmente sus poemas, no son sino desgarramientos del espíritu. Entonces no deben representar más que una mínima porción del todo. La porción más adolorida, aunque no por ello menos elocuente e inspirada: “Cuando la única bestia que me posee/es la soledad/edifico el fiero aullido del silencio”
Al establecer los emblemas que representan al pájaro solitario, San Juan de la Cruz debió esbozar también de algún modo los senderos por los que Lídice Megla iba a orientar siglos después el vuelo que la llevaría desde Camajuaní hasta Nanaimo. Un recorrido liberador sin duda, pero a través del cual debió ir regando en el camino las migas que no le permitieran perder de vista sus orígenes. El pájaro solitario –dispuso aquel santo poeta- pondrá el pico en la tierra para cantar suavemente mientras asciende a lo más alto.
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