“Que se narrara, lo que se dice narrar, eso debió hacerse en otro tiempo. Yo nunca he oído narrar a nadie”. La aseveración fue escrita por Rainer Maria Rilke hace algo más de un siglo. Pocos años después, Robert Musil puso en voz de uno de los personajes de su gran novela El hombre sin atributos, esta otra píldora: “Todo se ha vuelto ahora no narrativo”.
De modo que la discusión sobre lo que en literatura significa el orden narrativo no es una novedad de nuestros días. Lo que viene a ser nuevo en todo caso es el radicalismo de quienes descalifican a priori las narraciones lineales, o convencionales, sólo porque dependen de viejas técnicas que se mantienen vigentes (imponiendo su eficacia) desde siglos atrás, razón por la que algunos los consideran retrógrados y trascendidos por la modernidad.
Lo paradójico es que al margen de esa descalificación que hoy airean críticos y escritores de vanguardia, el lector medio, es decir la poca gente que aún lee por darse el gusto, continúa demandando por lo general aquel estilo que hizo época en el siglo XIX. No en balde la inmensa mayoría de los actuales best-seller son escritos con sus viejos recursos. Y no siempre best-seller es sinónimo de mala literatura. Eso por no decir que, desde que el mundo es mundo (y creo que seguirá siendo así hasta el Apocalipsis), las personas prefieren que les cuenten el cuento linealmente, desde el principio hasta el fin, y que de paso les den masticada la moraleja. Y es justo lo que hace la narrativa convencional. No digo que esto sea bueno o malo, sólo expongo el asunto tal y como lo veo.
Además, si lo he sacado a colación es únicamente porque acabo de leer una novela cubana que alinea dentro de ese orden narrativo digamos clásico, por lo que supongo podría ser de interés para muchos paisanos. Se trata de Muchachas en Río Blanco, de Pedro Armando Junco, publicada en Miami por Puente a la Vista Ediciones. Coincidentemente, en estos días el nombre del autor se ha visto con frecuencia en los medios, debido a su expulsión de la UNEAC, algo que los caciques de la Isla aplican como un castigo sin darse cuenta de que es lo mejor que puede ocurrirle a cualquier escritor serio del patio. O casi lo mejor, porque lo mejor sería no haber pertenecido a la UNEAC.
Esta novela recrea el nacimiento, auge y ocaso de dos pueblos -y de dos familias patriarcales- ubicados posiblemente en territorio cubano, aunque igual encajarían en cualquier otro país de Latinoamérica. También es probable que no sean sino metáforas, enclaves simbólicos, portadores de ideas más que de simples referencias históricas y geográficas.
Las dos familias fundadoras (y en la práctica, dueñas absolutas de estos dos pueblos), son los Sedeño y los Companioni, enemigos a muerte, así que representan el motor de la acción. En tanto las muchachas que enuncia el título de la novela son el eje de las más encendidas pasiones, objetos, al fin y al cabo, del poder machista que domina el escenario.
Historias de amor y de venganza, de rencorosas desigualdades sociales, de rivalidades entre hombres y entre mujeres, de velados hechizos y brujerías, de relaciones marcadas por el interés material y de proyectos que se desmoronan por arrebatadores enamoramientos. En suma, anécdotas y aventuras propias de la inveterada novela realista, siempre proclive a devolverle al lector la emoción del arte narrativo en sus etapas fundacionales, para lo cual también se vale del tipo de personajes y tramas con eficacia demostrada a lo largo del tiempo: El patriarca todopoderoso, cuyos caprichos son ley, el borracho, el jugador, el galán, las mujeres casadas que tienen hijos bastardos con los mandamases. Las fiestas que casi siempre acaban con broncas y tiroteos, las guerras intestinas por el dominio o por la vana soberbia, los pillos y advenedizos que se convierten en ricos, los trabajadores honrados, pobres y servidores sin remedio del poder, las peleas de gallos y las carreras de caballos, entre otras bravuconerías machistas potenciadas por el ron. Y todo dando vueltas en torno a las hermosas muchachas de ese edén de feracidad femenina que, según el narrador, es el pueblo de Río Blanco.
Fiel a la antigua tradición narrativa que la sustenta, la novela es pródiga en descripciones al detalle, que con frecuencia son interrumpidas para dar paso al afán aleccionador de algunos de los personajes principales, quienes se expanden sus reflexiones filosóficas o existenciales con tono didáctico, aunque a veces no carentes de gracia.
Porque sería preciso puntualizar que no son pocas las ocasiones en las que el autor de Muchachas en Río Blanco se salta el esquema de la antigua novela realista para añadir recursos de igual probada efectividad en otras tendencias narrativas. Pongamos, por ejemplo, el realismo mágico: “El día que lo enterraron, tal y como lo suplicó a sus amigos en sus últimos momentos de agonía, lo bañaron con cerveza clara y le colocaron veinte botellas de ron en el féretro, según él para los primeros diez días de cruce por la laguna Estigia”.
Creo que la publicación de esta novela en Miami es una buena nueva, sobre todo para ese tipo de lector cubano que antes mencionaba, que aún lee por darse el gusto, así que prefiere las narraciones sin grandes complejidades formales, que le cuenten historias interesantes, amenas, divertidas y fáciles de asimilar sin exprimirse demasiado la sesera.